El cielo abandonó su manto púrpura para verse por
primera vez claro; entonces, descendí tras la última luna roja. Me había
descubierto joven, miré a mi compañera y pensé en el doble juego, en el juego
doble de nuestros sexos. Sin embargo ─ella y yo, por su puesto─ nos jugaríamos
a todo, embistiendo al son de los tambores y negando el compás de los astros y
sus cascabeles, empujando la rueda desdentada hacia el sulfuroso abismo.
Pensaba en el llanto estéril y en el Cristo pegado al
seno. Sentí rabia (tal vez aversión). Fui contra él. Mi puño contra él. Vencí.
¡Blasfemé tu nombre! Quería el poder de reinos y estados.
De pronto vi la sarna de Job multiplicando pústulas.
Apilándose los huesos encenizados al borde de la chimenea, escupiendo mí nombre
hacia el firmamento que entonces tocaban mis manos. (Ella, la negra sombra solo
veía la mordaz figura de un viejo gato lamiéndose, gelatinoso). La tomé
encolerizado y volvimos al juego ─ella cedió, como siempre─. Entonces, miré
atrás (sobre mi hombro) vi la casa, el palacio en cristales a distancia, mi
choza, el palafito infernal. Lloré, lloré un llanto viscoso (dejé de embestir).
¡Soy acaso el vil verdugo de la muerte… Señor!, ¡me
has enviado solo contra la ella! Grité.
Al instante me brotaron nuevas y grandes plumas
tornasol mientras danzaba sobre el cuerpo estático de la víctima. Ella yacía
sangrante. Los celestes espíritus temblorosos lloraban al hermano que se va… y
nació un nuevo día para el hombre.
©Marcos M. Coronado
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