domingo, 16 de mayo de 2021

Poema: desolación

 


Desolación

Cuándo seremos la sal de la Creación,

contados uno por uno como los granos sobre la mesa.

Cuándo estaremos listos para habitar la casa...

Cada día respiro por otros cuerpos el aire que no es aire,

es fuego deletéreo.

Mis pasos son huellas que acaban con la naturaleza de otro hombre.

Nadie quiere ser solo y habitar en la profundidad de la cabeza.

 

Solo, muero:

sin aire, sin sol, sin el polvo que deja los pasos viajeros

que vienen a mí tras fumarse los pulmones de la vida.

¿Por qué no puedo juntarme a otro, sumarme a otro,

antes  que lluevan monedas cómplices de los días?

 

No quiero resistir la orquesta fúnebre otra noche.

No puedo habitar en la ciudad de la involución.

 

Qué queda por sacar de la manga,

sólo hay días modernos y pirotecnia por doquier…

 

¡Pronto tendremos que respirar a la fuerza!

viernes, 12 de junio de 2020

¿Qué misterios esconde la lluvia?

¿Qué misterios esconde la lluvia?
El Espejo Gótico: «El planeta de los muertos»: Clark Ashton Smith ...

Llueve en todo el Alklopuy. Una lluvia íntima que da forma al halo misterioso de sus aguas misteriosas purificando la meseta. Es una lluvia gris hacia dentro y hacia fuera empujada por el soplido imperceptible del viento. Los hombres adultos se recogen a sus casas, mientras los críos jubilosos hacen cabriolas saltando sobre el agua empozada en los rastros que van y vienen, en el lodazal infinito del camino real mejor dicho del camino imperial; porque dicen que por allí anduvo el correo del inca, así como, el ejército imperial a conquistar las latitudes del mundo hasta la venida de los otros, los que apresaron a los naturales y los llevaron a las minas arreados por demoníacas bestias que con sus fauces podían destrozar y devorarse la comunidad entera con la rapidez de un parpadeo.
Los riachuelos empiezan a descender de la parte alta lavando los adoquines del pedernal. Pasados los minutos las lajas brillan de cara al sol con un suave dentello que recuerdan los mejores días en el reino del sol. A distancia entre la vegetación opaca de la muralla natural de enfrente, diminutas las calaminas parecen espejuelos recibiendo rutilantes los fragmentos del sol. Al mismo tiempo del ramaje casi extinto aparece las aves multicolores con sus sinfonías y su vuelo danzante siguiendo quizás el rito de la migración. Arriba, la niña azul del poeta, se va quitando una vieja peluca de marquesa afincada en un paraje irreal.
Majestuoso. Sorprende tanto haber existido en estas tierras, de calidez infinita, de abrazo tropical, de clima ameno y misterioso. Porque en este punto del globo todo corre, camina o vuela en el rumor del misterio, tal vez por las fabulosas generaciones que cuelgan de la lengua pastosa de los ancianos que se extinguen como una raza aberrante en el gris de las avenidas suplicando una lluvia fresca para sus huesos y dormir el sueño negro del peñasco. Pone el ojo blanco y redondo, las espadas de caballeros andaluces rajando el vientre de las indígenas tras su paso hacia el Dorado en tiempos que abriga la memoria. El oído se vuelve más agudo al escuchar los labios desdentados del anciano insigne cuando simula el dolor de los guerreros muertos y heridos en batalla. El ay de los dolientes corriendo tras la guardia que lleva al insurrecto a la pira del sacrificio, y desde lo alto el verdugo libera el cráneo que rueda por la pirámide de una plaza añeja y roja de victorias, ante el júbilo de la gente; mientras los ojos vivos de una cabeza muerta miran al infinito, me miran, con una mirada de siglos que llaman a la vida suplicantes. Son siglos los que corren desmadejados y dando tumbos por el sufrimiento de un pueblo que vive ocupado en plantar una idea distinta y foránea, luego la riega con llanto y sudores para cosechar repentinamente una fruta tan ácida que es imposible de asimilarla. Estos hombres son el quipucamayoc que administran el tiempo y las historias de los pueblos, el amauta de la ciencia primigenia, de consejos sabios de una realeza extinta.
Hace poco encontré unos cuantos venidos de diferentes partes pidiendo dinero en la puerta del hospedaje. Mi pobreza era tal que no alcanzó para todos y después de esto me sentí con una culpa que podría llevarme al suicidio, soy tal vez del tipo de personas que padecen ese síndrome de la emoción social, pensé, y subí a mi habitación cargándome su dolor y hambre juntos. Estaba dispuesto a quedarme allí y no descender jamás, doliéndome en silencio y lacerándome por mis antepasados. Deseaba cortarme la mano y dárselos, abrirles el alacena y verlos devorar la reserva de media semana, quitarme los jersey y arrojarlos por la ventana y quedarme con mi desnudez y mi vergüenza; pero esto no resolvería nada así que entré en razón y prefiriendo bajar y enfrentarlos o abrazarlos al mismo tiempo, no lo sé, y deseando en silencio fueran a otra parte con sus mágicas historias. Pero a dónde irían si su gloria se había estancado en  el pórtico de una  noche oscura en el pasado.
La ciudad ha sido especial, hospitalaria con cuánta gente ha atravesado sus callejuelas estrechas, donde no son los mendigos los que preocupan sino los jueces, abogados y banqueros que recortan la vida mientras se descansa después de una larga jornada. Ella, aunque con el corazón gris y llena de smog cuida de los vivos y de los muertos, cuando puede, prolonga la vida más allá de las fuerzas y la muerte solo es un sueño; pero su dádiva también es con los muertos porque los unta con especias del alma y canta sus victorias, coloca sus nombres ilustres a cada callejuela y avenida. Así que estar vivo o estar muerto da lo mismo porque todo está en armonía bajo estos cielos, me dije. En realidad me contradecía. Aun si fuera limpia y ordenada, sus habitantes eran corruptos y había que hacer algo con estos o dejarse morir simplemente. Me sobrevino una idea tan macacabra que pronto la deshice. Fue entonces cuando apareció como una fugaz eureka, el suicidio.
La clave, el grial, es una lluvia como esta, donde las niñas celestiales, hacen ver a los hombres que también lloran y sienten. Se duelen del dolor humano. Entonces nos recuerdan que los hombres y los dioses como antes, como siempresomos uno, desde el primer tiempo donde nací… ¿Y por qué creo que una lluvia puede acabar con esta vida monótona? ¿La distancia entre un dios y un hombre no son exageradamente abismales?, así que al fin había una escapatoria para todos, especialmente para alguien como yo.
A la sazón me he propuesto de alguna forma transfigurarme, desde allí ser el ente vigía de lo que traman los seres; para que la historia no se pierda enmarcada en una simple pintura folklórica de la plaza o en la escena truculenta de un archivador de historias de gafas y portafolio. Hay una broma tonta que me desconcierta, que en una familia nuestra está la pareja, los hijos y un antropólogo pendiente de nuestra miseria nativa y andina. Es cuando los ancianos y su ritual ancestral me convencen del poder de mi espíritu escondido y debilitado en una forma sencilla y frágil. Con el tiempo me olvido de lo que en verdad me trajo aquí y es como una fugaz mentira que se revela y se lleva el pasado dejando un presente más triste y doloroso.
Fue así como desde un ramaje observé tranquilo los pasos insólitos, empozados en el camino imperial a puertas del Alklopuy, la ciudad del encanto y del ensueño. Entonces vi las múltiples manitas viajeras en el zapateo rumoroso de las aguas acanaladas siguiendo presurosas su destino o siguiendo el capricho circunstancial de los hombres, pero siempre con el derrotero esencial de su existencia: el movimiento perpetuo. Abajo en la planicieel agua arcillosa se confunde con la sustancia de la tierra siempre nueva y lista para fecundar la vida. Una costra claroscura se levanta sobre la ciudad y con su imponente volumen va cubriendo sigilosa desde las afueras. Nace del propio seno de los farallones y se eleva cubriendo las casuchas de los alrededores.
El poblado entero ha cerrado sus puertas. Los balcones y ventanas que se olvidaron abiertos dejan colarse el olor de la vianda (el plato aderezado y el mantel pulcro esperando la sobra de las manos). Al fondo, en algún cobertizo, la música folklórica suena ronca, pronto el giro de una perilla sintoniza una trova y luego una escala moderna de sonidos broncos. Tras la barda el corral de las aves yacen anidado de frío debajo la yema hecho pico pía insistente y desesperada. Adelante, a distancia, la torre imantada de la telefonía tiembla y hecha relámpagos en todas direcciones. A la izquierda, la plaza es un pavorreal mojado y un hormiguero desierto. Doy una vuelta por el rosedal de aquel hombre de las manos ulceradas que debe estar sintiendo el mismo frío abajo en la acera, y veo en otro tiempo como recoge los aperos escurridos…es un hombre fuerte y sabio, demasiado loco para los suyos, demasiado noble para su especie. La pena me consume y yo aquí sin poder acercarme por la barrera impuesta por los siglos.
Otra vez la vuelta a la ciudad en un plano muy superior, opaco, la ciudad es una extraña perla que pierde en brillo, formas y dimensiones. Los seres se han vuelto diminutos, inanimados e inútiles tras la lluvia…van perdiendo ese ánimo de superioridad apenas cae la llovizna en los tejados.
La brisa fresca recuerda lo grandioso de la vida, el aire silbante penetra vital e insustituible. Aguzo la vista hacia la forma lombrizacea del torrentoso río, parece indefenso dejándose manchar indolente los laterales curvos con color terroso tras la bruma, mientras, en su médula esmeralda y centrífuga se van hermanando indiferentes las corrientes y mordiendo las orillas con ferocidad canina. De repente los árboles añosos qué habían soportado los columpios, los nidos y el bullicio de las chilalas, la cagada blanca de las palomas, las navajas de los amantes y las sierras que acabarían con sus ramas; ahora cobijan y guarecen el sufrimiento de los tejedores de sueños en su trance y meditación infinita.
Indescriptiblemente ante mis ojos los árboles despiertan del letargo y empiezan sus movimientos torpes cabeceando siempre en la misma dirección, empujados por una fuerza invisible se levantan las pesadas piernas y se echan a andar, sacudiéndose las plumas amarillas y quizás maldiciendo la otra pierna de los bípedos para huir hacia los andes de cerros escarpados avizorando lo impostergable.
Mi sorpresa fue fantasmal al ver la hilera de árboles, como si fuera el éxodo de la naturaleza hacia las partes altas. En las tantas vidas había presenciado cosas increíbles e inciertas, pero una fila de vegetales grises con su aliento regado entre las escarpadas rocas trepando y cayendo al precipicio era realmente profética y aterradora.
En otro lado el hormigueo humano empieza a retomar el ciclo vicioso, vuelven los primeros pasos. El hombre gordo con delantal grasiento empuja la puerta metálica hacia afuera y sobre una mesa saca las vísceras de un cerdo como si realizara una operación de tórax. La calle Rojas, a las afueras, se tiñe de chompas azules y ensordece en gritos, es la hora del recreo; de repente, una sirena llama a sus aprendices a quitarse la alegría y volver a la monótona escucha del sujeto de corbata que sobresale en frente y tiene mi rostro. El palacio municipal vomita hombres afeitados y elegantes, mujeres de gruesos cuerpos y señoritas de zapatos altos y briosas piernas metidas en un anillo de seda, sus chalecos parecen hinchar el pecho, mientras se alejan caminando sensuales y envidiadas. Aquí todo es igual, pero hay entre las avenidas el rastro de la caravana de los expatriados dejando una estela de sufrimiento y clamor con dirección a los andes, han dejado en las paredes desconchadas sus recuerdos. Es curioso ese ciclo migratorio de ir dejando la vida en girones en un lugar y otro hasta volver al mismo agujero.
Las balsas surcan nuevamente el río, las embarcaciones son mosquitos que molestan al animal yendo de extremo a extremo en todas direcciones, dejando su excremento negro. Pierdo altura. Y veo a los hombres viejos que desnudan sus piernas flácidas para frotarlas por algún sentido, éstas no responden, están adormecidas y se tumban inválidas. Unos infantes en la rivera opuesta juegan tranquilos en la arena húmeda picando las lombrices que salen en cadenas a tomar sol, desde el agujero que dejan tras de sí, en tanto los dedillos inmundos se aprestan a morderlas y separarles en pedacitos rosados.
Nadie se da cuenta que la constrictora ha engañado con astucia a los habitantes creyéndose dormida. Desde aquí, parece que sus fuertes anillos ventrudos se cerraran sobre la ciudad asfixiándola con una manta oscura y líquida, sacándola de raíz como una mala hierba. Los ha engañado ingenuamente…de repente todo estaba anegado, cubierto de una tierra fértil hasta las copas de los árboles. Mí llanto ahogado se derramó alrededor de la gigantesca fosa, el dolor se multiplicaría por generaciones. Yo, estaba allí, incapaz de interceder ante mi propio juicio.
                                                  *****
Cuando desperté todo seguía igual, la lluvia escamparía pronto, a menos eso me enteraría en el noticiero de la mañana siguiente cuando me preparaba para ir al colegio en el que era docente sustituto de las materias menos aprovechas por la apatía juvenil (es que habíamos asimilado tan rápido las formas de vida extranjeras que apenas podíamos mirar en derredor de nuestro propio ombligo). Los hombres del día anterior se habían ido con sus historias y pociones mágicas. Un tanto disimulando pregunté al portero que de hecho no sabía nada de nadie, estaba convencido que tampoco vería nada hasta que sus desconfiadas manos pesarían el valor de la información. Decidí no pagar absolutamente nada, la compañía para la cual trabajaba me enviaría mi liquidación y saldría por fin a la convulsa urbe a fingir estar vivo entre las gentes. Dejaría atrás este vallé inhóspito e irreal donde florecen las malvas silvestres sobre los nichos de un antiguo cementerio.
 El portero y dueño de la pensión me miraba inquisitivo. Procurando esconder la inquietud y seguramente tapando los visos de angustia que empezaba a brotar en mí como sarnas o pústulas, me alejaba rápidamente de su presencia. El viejo tenía una pericia detectivesca que pronto sabría mi estado real, mis alucinaciones, mis ganas de largarme para siempre.
Tampoco volvería a recordar el sueño hasta que pasados unos días, de repente, mientras esperaba la movilidad de regreso, al otro extremo de la ciudad, note que era atravesado por un río casi imperceptible que además pasaba lavando una cara lateral de nuestro colegio, absorbida por los guijarros en una ligera sangría, sin embargo al mirar en dirección opuesta de su corriente, los picos azulados de los cerros a distancia parecían haber escoltado en el pasado una corriente de agua no solamente capaz de llevarse la ciudad, sino todo el valle. Pero esto no terminaría allí sino que mientras más aguzaba la vista noté lo despoblado de árboles que se veía la ciudad con una nube gris sobre los edificios. Debo confesar que nunca me gustaron los edificios porque cuando subía a visitar a los amigos, también docentes de escuelas públicas que por razones conocidas procuraban los pisos más altos, me aferraba a los pasamanos y procuraba cualquier idea para vencer el terror que me causaba ascender y descender sus escaleras, mientras más arriba más cerca llegaba del smog suspendido en una capa espesa. Era entonces cuando extrañaba la vida del campo y en la soledad de la habitación me embargaba continuamente la desesperanza.
En las noches siguientes volvía el mismo sueños, entonces yo era un árbol que se arrastraba desde un parque abandonado y con gran esfuerzo levantaba mis pies sacudiéndome la tierra para no dejar rastros que pudieran seguirme y volverme a plantar en una tierra mucho más dura y entonces no podría desprenderme jamás. Luego avanzaba pesadamente atravesando la media noche entre rascacielos que salían a detenerme. Agitado y dolorido caminaba siempre volviendo al mismo lugar como en un juego perverso. Por un momento sentí agigantarme por sobre el concreto y divisar el extremo del tablero gigante que parecía la ciudad. Con mucho esfuerzo me había liberado del laberinto y sólo tenía ante mí el asfalto en llamas que se mostraba serpenteante alrededor de las montañas y al otro lado el abismo escarpado, que de haber sido humano tal vez podría treparme con ligereza, pero era tan pesado como un ceibo cargado de frutos o como un árbol andinamente festivo que con solo imaginar mi marcha hacia las colinas altas resultaba ominosa.
Este sueño se repitió tantas veces que siempre empezaba mi exilio desde el parqué oscuro y gótico hasta el final del laberinto, avanzando cada noche un tramo escabroso hasta que al fin sería libre y empezaba el ascenso hacia la cima de los cerros estériles.
Por esos días me había descuidado de mis labores académicas y seguramente estaba diseñando en la biblioteca la forma de vencer el laberinto donde había probado con todo las cuerdas posibles que siempre me resultaron insuficientes. En cada compartimento parecía abrirse de repente una tercera entrada que mareaban hasta la desesperación. Recurrí a todo cuanto pude, después de las cuerdas probé con semillas, unas extrañas pepitas bañadas en un polvo rojo intenso que se disponían a mi alcance y yo fácilmente podría reconocerlo dado su origen, pronto noté que se agotarían las semillas en unas cuantas noches. Entonces probaría con las hojas tirando una a una con golpes dolorosos de mis extremidades que se desollaban reproduciéndose en miles los dolores. De pronto todos los compartimentos estuvieron llenos: de hojas y semillas que dudé en un principio que fuera a tener una entrada ese juego sinuoso de edificios y jamás vería los rayos del sol en una mañana fresca. Hasta que una suave corriente de aire iba barriendo las hojas ya amarillas y marchitas y fue cuando logré salir victorioso.
 Allí debió acabar mi tormento, sin embargo una mañana ya no era árbol sino una enorme lombriz que ingresaba presurosa en los agujeros de las tuberías y me deslizaba por las catacumbas de la ciudad, entonces la desesperación aumentó porque todos querías darme muerte y la única seguridad que encontraba era refugiándome cada vez más adentro, hasta llegar al agua cristalina y pura del corazón terrestre. Había decidido entonces abandonar mi forma humana para sentirme libre y seguramente ciega pasaría la vida royendo la tierra como una manzana gigante. Pasado los años los manantiales se agotaron y fue cuando decidí salir hecho una fiera, me abalancé sobre el hombre recordando mi sufrimiento en todas mis formas y resuelta ahogue su existencia.

Tres días


Tres días


Dos tristes mujeres de hormigante apariencia avanzan parsimoniosas por el sendero. Nada los detiene, todo lo comentan: el día, la mañana, la nutricia y moteada tierra, hasta la sombra que avanza, se detiene y se esconde diminuta bajo los pies. El forraje que cargan ya marchito les causa mucho pesar. Entonces sudorosas apuran los pies. Es la mujer de pies descalzos quien anima a su compañera algo más joven, que va vestida con trapos menos encendidos y avanza despacio, aflojando el hato que parece apretarle el pecho.
Ahora el viento de la pampa se ha llevado las palabras. Una tras otra jadeantes avanzan inventándose un diálogo, o tal vez, inventándose un monólogo que se comunican con solo bocanadas de aire caliente que emana de su ser. De pronto la mujer que va cortando el sendero con la frente surcada y sudorosa, detiene el paso. Soberana, mira la planicie.
─El abrevadero ─musita cavernosa.
─¡Sí, el puquio, en la hoyada!─. Contesta la joven que se alinea, imitando a su compañera que sopla en varias direcciones las nubes a manera de ritual.
─¡Apúrate, Martina! ─le grita la mujer desde unos metros más abajo. Martina seguía expulsando una nube gris que aparecía en el horizonte incólume.
Habiendo descendido en la ensenada, la menor, arroja el forraje y extasiada se acerca al abrevadero, y para refrescarse entera, imitando el salto de los batracios; se lanzó hacia el centro de la laguna salpicándole al rostro de la anciana que llenaba su recipiente en la orilla. Ríen. El líquido traquetea en la garganta de la mujer ceremoniosa…
En la orilla, Martina, se quita las prendas y las coloca sobre pequeños arbustos. A distancia, la túnica trasluce la piel cobriza de la mujer que debajo se esconde; las caderas macizas y la angosta cintura que enamorarían a cualquiera, soportadas sobre sus fuertes piernas, que podían ir y venir desde el Alklopuy hasta el arrabal al cual se dirigen (ubicada a pocas leguas del puquio). Arrastra los hatos de hierba hacia la sombra y sentada junto a la mujer vieja, sin decir palabra alguna se quebró y se dejó caer como un pichón implume desde lo alto. Felizmente, allí estaba el regazo de la mujer para amortiguarla y reconfortarla, volverás a volar palomita, le dirá más tarde, cuando reanuden el camino.
En la sombra, la mujer vieja desataba la vianda, el manjar curiosamente se había agriado, musitó algo. Aborreció entonces a la naturaleza por haberla dotado de premoniciones. Había mirado la silueta de la niña ─porque aún era niña─. Desde que emprendieron el camino de regreso, en la madrugada, había empezado el duelo, ahora el corazón le oprimía el pecho viendo a la Martina maculada en la blancura de sus trapos.
En el regazo, perdida, escrutaba la negra nube que los seguía y ya casi se posaba sobre sus cabezas, y a punto de iniciar un torrente de lágrimas en desgracia.
─¿Por qué tanta injusticia? ─dijo, mirando el rostro de Dios que representaba la faz sombría de la anciana.
─No es injusticia… solo son malas acciones ─respondió, quien sabes si pensando sus palabras. Pronto volvió del espasmo y del espanto─…y las malas acciones ¡deben corregirse! Exclamó, ya resuelta.
La vieja mujer alzó las manos y escupiendo en todas direcciones, empezó una danza simbólica y mítica alrededor de la joven. Después de un momento, transfigurada,  mirando siempre a la enorme nube gris (que quien sabe, si solo ella veía), sentenció:
─Ya está. No hay por qué preocuparse. Tu niño crecerá. Tendrá un padre y volverás a volar palomita, aquí en el campo, nuevamente libre…
─¡No! ─dijo─ y mi abusador, qué has hecho con él─. Volvió a quebrarse.
─¡Tres días! ¡Le quedan, tres miserables días!, el tiempo suficiente para que alguien se apiade de sus huesos…
Se ataron nuevamente el forraje a la espalda y prosiguieron a prisa. La nube empezaba a rozarles los cabellos con ese halo misterioso que tiene de posarse sobre las cumbres. Entre la bruma, incapaz de permitir un paso sin desbarrancarse, las siluetas grises se alejaban.
─¡Apúrate! ─se escuchó la voz apenas audible de la anciana─, maldición grande se avecina…
La niebla, borró por completo el sendero, donde el silencio mismo parecía dormido en el propio rumor de la nada.

sábado, 4 de abril de 2020

El extraño caso de Hermann Klein


El extraño caso de Hermann Klein, de Javier Quirce

En tiempos como estos en los que un libro puede salvarnos la vida, metafóricamente hablando, claro está. El extraño caso de Hermann Klein, nos resulta de gran ayuda para navegar en esta incertidumbre de cosas. En lo sucesivo comparto mis apuntes sobre la novela que entendemos que es el inicio de una larga entrega de Javier Quirce en el género de novela negra.
En este libro hemos logrado observar de manera magistral y bien detallada la novela policial o novela negra, aunque la crítica suele diferenciar; para efecto de este comentario, consideramos, van en la misma dirección. El extraño caso de Hermann Klein, nos muestra una elipsis que se va tejiendo a lo largo de la historia aunada a la técnica  del dato escondido que su autor ha sabido tejer con maestría alrededor del detective Juan Steinberg. De quien su autor nos va develando algunos datos que uno de sus personales lo usará para chantajearlo, obviamente con un conocimiento de la técnica como su autor no ha develado conocimiento del género y de la narración.
Vemos que hay personajes que van develando algunos datos esenciales como amigos del héroe y detractores del antihéroe además se muestra la figura del chivo expiatorio, y quien asume este rol, pues es efectivamente el detective quien tarde se dará cuenta de la trampa que se le ha tendido so pretexto de buscar al culpable en el Informe Klein.
 Sobre su autor ha sabido elegir sus personajes y a veces actúa como un demiurgo que va soltando consignas y en otras se limita a ver cómo los personajes evolución a medida que nos adentramos en la historia. A través de ellos también podemos conocer de sus aficiones, sus lecturas, sus demonios internos, etc.
Así a medida que avanza la historia en nueve apartados, el autor nos relata lo que será el extraño caso de Hermann Klein, que para redondear la historia bien pudiera haber coincidido con los seis monjes apocalípticos que estarían al mando de Markus Berger:
Juan Steinberg es convocado en Barcelona para ir a Hong Kong, después de pensarlo, al fin se decide enrumbarse a la ciudad oriental y entre sus cosas, lleva su biblia, su cuaderno de notas, entre otras menores. Instalado en un hotel de la isla, asiste a la cita a la hora pactada: ha sido convocado por su trabajo de detective. Sin embargo, se da con la sorpresa que quien ha contratado sus servicios sabe mucho del pasado de Steinberg en Barcelona, hecho que lo deja un poco intrigado, por lo demás le narra todo respeto de Hermann Klein y le pide discreción y sobre todo lealtad.
En el siguiente apartado el narrador se confunde con la polifonía de los personajes como el dios, a través de un narrador omnisciente, y con los mismos personajes como Berger quien ha enviado el Informe Klein para ponerlo al corriente. Steinberg, por su parte, reúne las pistas que necesita para seguir el caso encomendado, y se va involucrando con dicho encargo, así como, con las imágenes del círculo de los siete, alrededor de la pirámide que tanto se mimetizan en el ensayo Política como con el dibujo de la pared. Mientras, se entrevista con algunos conocidos del desaparecido, se involucra con una joven llamada Katsumi con quien pasa una noche y quien ha visto su somnolencia y le pide quedarse a su lado. Pero Steinberg, decide salir a buscar nuevas pistas. (Aquí, el autor respeta la tradición de la negación del amor del héroe o personaje).
En el tercer apartado la entrevista con John Archibald, lo deja pensativo ya que este le revela todo lo que Berger sabe sobre su pasado y el propósito por el que se construirá la pirámide y el rol que ha de jugar en lo sucesivo en el gobierno de los siete mojes en el nuevo orden, algo que Klein había predicho con antelación a sus allegados. Por lo cual los rusos y asiáticos estaban siempre al acecho.
Peter Hansen, se convierte en el séptimo sello y aunque le emociona trabajar en la nueva sociedad como el arquitecto que construirá el edificio a la usanza de la pirámide egipcia Keops, tiene alguna duda por el poder que ejerce Berger. Hecho que le llevará al suicidio en lo sucesivo. A demás hay una buena noticia, Ana Scheiler, ha aceptado viajar a Hong Kong para entrevistarse con Steinberg y le dará nuevas pistas para redondear al investigado.
En el apartado de El Dragón Rojo, conoce al ruso Vladimir Maslow que lo hace torturar y con un conjuro oriental lo conduce al ensueño en donde le piden revelar la información sobre el paradero de Klein, hecho que se lleva a cabo bajo el poder del alucinógeno y las artes zoroástricas de la asiática cómplice de Vladimir. Al día siguiente el investigador no recordará nada del episodio solo se dará cuenta que ha perdido el informe y sus apuntes. Este es un gran dato escondido que se revelará en el apartado final ya que su autor ha preferido mantenernos en vilo siguiendo el hilo de la madeja, cuestionándonos, porque las acciones de los personajes se esmeran en dejar pistas que fácilmente podrían ser develadas.
Efectivamente, en la Valquiria es Ana Scheiler, quien ha visitado a Steinberg y es una pieza clave para el gran misterio del rompecabezas en la vida del místico, filósofo entre otros atributos con el que se refieren a Klein. Ella, le va confirmado algunas sospechas sobre Berger que al pasar de las horas se descubre como quien busca darle muerte a su socio desaparecido y para ello ha buscado al detective como chivo expiatorio. Tarde este confirma sus sospechas que ha sido utilizado para tal propósito.
En lo que avanza la narración unos agentes de policía españoles, Manuel y su colega le revelan  el porqué de su visita en Hong Kong y por qué Berger estaba tras de él, además le hacen saber de las múltiples relaciones que tiene con el desaparecido. Además le previene de meterse en líos con la policía local, y le reiteran que vuelva a España y cumpla con su pena en prisión por lo que hecho en el pasado. A que el autor ha tramado otro dato que ha ido escondiendo a lo largo del relato, estrategia que ha servido a Markus Berger para chantajear al detective.
Sorpresivamente, un hombre chino llamado Martin Xian, ha enviado a su gente para llevarlo ante él y pedirle que se una para poder atrapar a Berger, porque tanto como Vladimir, no han sido convocados al propósito de los alemanes, Berger y sus iluminados, ahí en su propia ciudad lo cual ha irritado al viejo truhan de los bajos barrios de Hong Kong.
Finalmente, la gran elipsis es revelado, aunque mantiene un final abierto (como la gran tradición de novela negra) en el que el personaje, Juan Steinberg encuentra a Hermann Klein y este acepta lo que le tiene preparado el destino, dice: El momento más feliz de una persona llega cuando se da cuenta por fin para qué ha nacido…, pero no quiere morir según el juego de Berger y le pide al investigador que se aleje con los chinos que ha contratado para sacarle de ahí. Este, Steinberg, recita un verso revelador de la biblia y se va.
En resumidos términos, estamos frente a una novela que tiene los elementos necesarios para mantenernos en vilo, analizando, escudriñando siguiendo las pistas del detective Steinberg como de las reseñas librescas que los personajes de su autor van filtrando a lo largo de la narración. Esto da cuenta que su autor a pesar de ser su primera novela en el género, ha seguido la gran tradición de la novela negra.  En consecuencia consideramos con gran auspicio el buen inicio para una saga que hasta donde sabemos va por su tercera entrega. Auguramos los mejores deseos a su autor Javier Quirce, que quien sabe si también él es uno más de los personajes de El extraño caso de Hermann Klein.
Desde la sombra de la cuarentena,
Marcos M. Coronado- Perú.
En verano, de 2020





















sábado, 28 de marzo de 2020


Cuerpo de amor, de Diego Samalvides.

El joven poeta y además columnista, Diego Samalvides, ha tenido a bien compartirnos su poemario: Cuerpo de amor (Editorial Summa: 2020) de quien hemos recibido con agrado en estos días de soledad, de reencuentro familiar, de humana solidaridad; pero sobre todo, de ocio digno. Ha sido, una grata experiencia de lectura, como bien lo señala en su presentación de la obra, otro gran escritor: Miguel Pachas Almeida.

Así pues, un libro, un verdadero libro, se debe a la calidad del texto y desde luego a sus lectores. No congraciarse con ellos, de ninguna manera, sino despertando y avivando esa llama que cada cual lleva en sí mismos. Deleitarlo, sacudirlo, darle de bruces contra la existencia, caso contrario, es un manojo de tallos más o menos destinados a secarse y servir de humos tan solo para el autor, pienso.
La obra en cuestión tiene lo antes señalado, un fuerte sacudón del espíritu, del goce estético. Su autor ha considerado organizarlo en tres momentos o estadios del sentimiento como son: Poemas iniciales, Poemas de amor y Tribulaciones.

En Poemas iniciales (poemas I-VII) hay un tono existencial que recorre los versos revestidos de un amor sublime entretejidos con el eros, philia y el ágape de quien su yo poético nos va develando el nacimiento del amor en todas sus manifestaciones y estados emocionales. Es el canto inicial al amor.
En Poemas de amor (poemas VII- XVI), oculto entre sus versos hay una poético que canta al amor sin melosería y evitando caer en el hartazgo. Se canta definitivamente a una musa que es: luz, bien, amor, libertad, etc. y lleva al poeta a pincelar la vida, la esencia, lo sublime con una manera muy personal y de altura.

Y finalmente, Tribulaciones (poemas XVII-XXXV), este último apartado se muestra como el catalizador de la aventura del sentimiento llamado amor. Una mirada sobre: la partida, la añoranza, resignación; en suma, el adiós. Tal vez aquí hay una muestra del ágape, un amor sublime consubstancial en el que se deja partir al amor.
Obviamos señalar poemas para que usted, estimado lector, goce de estos 35 poemas elegidos por su autor.

miércoles, 30 de octubre de 2019

El llamado de Uchima-Chikan


El llamado de Uchima-Chikan
(relato)
No sé si respiraba, lo cierto es que la sangre se me heló de repente. Y permanecí ahí como una estatua bajo la luna. Han pasado algunas horas y es cuando me pongo a rememorarlo para evitar el olvido, porque la memoria sometida a los excesos a veces se vuelve frágil y vulnerable como los bambúes agitados de la orilla. Pero estoy segura que los veía alejarse a contra corriente. Los veía perderse en la distancia.
Era fiesta de San Juan, la fiesta que nos hace volver a la tierra que nos vio nacer, y celebrar el deceso del mensajero del cristo y comerse la cabeza del profeta al ritmo del wanqara cual seres primitivos y errantes. Eso pienso. Crecí al margen izquierdo del Huallaga, ahí donde sendero mató a mis padres y los cuerpos aún cálidos y humeantes los arrojaron en una moyuna a pocos metros del majestuoso puente─. Esta, se los tragó para siempre en su larga tráquea de serpiente. Cada noche imploraba a orillas de las aguas, los devolviera, hecho que jamás sucedió. También aquellos han desaparecido. Nos dejaron una huella imborrable. Ahora, soy estudiante de la facultad de letras en la universidad de los Caballeros de León, fui becada por esa extraña ironía del destino. Digo extraña porque si no fuera por los convulsos noventas y dos mil, no hubiera tenido la oportunidad de llegar siquiera a terminar la educación básica. Un día, un becario apareció en el recodo del río seguido por otros hombres uniformados y luego me arrancaron y trasplantaron entre libros y más libros. Estoy agradecida por ello, sin embargo, los eventos inexplicablemente sucedidos, no hubieran tenido lugar jamás de no haberme alejado.
Los sueños y las pesadillas me han acompañado toda la vida. Y a medida que iba creciendo, por las noches se iban presentando situaciones más desafiantes; como si en los días fuera una persona de lo más normal y tranquila y por las noches, en los sueños, emergía otra historia paralela en la que era habitual sortear los peligros de quedarse atrapada para siempre. Era prisionera de aterradores espasmos catatónicos pero debía seguir respirando y esperar el lento amanecer y con los primeros rayos de luz levantarme jadeante y húmeda. Y otra vez la noche siguiente volver a la zona habitual de lo onírico donde cobraba vida lo insondable. Donde la naturaleza en su conjunto cobraba vida reclamando algo que entonces desconocía. ¿Qué quería de mí, una muchacha que apenas empezaba a ser mujer? Tiempo después lo comprendería.
Esta es otra de las tantas noches que he permanecido en vela. Antes de ayer tuve un sueño menos extraño que los que acostumbro y por eso me sobresalté. ¿Sería un adagio? Pues no podría saberlo. Lo cierto es que en la oscuridad busqué a mi hijo, mi mano somnolienta y ciega recorría bajo la sábana, de repente logré tocarlo por la espalda y una piel fría salió a mi encuentro, despertó de un sobresalto; él, ya estaba resfriado, lo arropé cuanto pude para evitar alguna complicación de los bronquios. (Se había vuelto muy enfermizo). Debo decir que he vivido sola con él, protegiéndolo como es menester de cualquier madre. Sobre todo porque un hijo es un regalo muy especial. Su padre, un machaco universitario apenas convivió conmigo unos meses y antes de que fuera a dar a luz desapareció sin dejar rastro, de ahí han trascurrido tres años, los mismos que he tenido que vivir con la caridad de las gentes. Omitiré algunas cosas. Él se fue y eso nadie puede cambiarlo. He tratado de sobrevivir haciendo los mandados en las casas y familias de la ciudad, como dije, de los Caballeros de León de Huánuco. Mi hijo crecía y empezaba a imitar los gemidos humanos, tratando ya de hacerse de sus primeras palabras. No necesité de su padre, o tal vez sí, pero no estuvo ahí cuando los dolores me asediaban como si fuera a traer al mundo una criatura gigantesca y de otra dimensión y tiempo. Todos nos sorprendimos, era un bebé recio, al que llamaron Uchima porque ni bien nació intentó levantarse y arrastrase en las mantas, aun siendo un bebé nacido antes de tiempo. Pero la partera, esposa del viejo japonés que no salía de su asombro, prefirió llamarlo Chikan, no pude oponerme ya que les debía prácticamente la vida de ambos, ellos, eran unos ancianos de las afueras de la ciudad quienes me acogieron desde el principio y por tanto podían llamarlo como quisieran.
Pero estaba en lo de la otra noche. Habíamos de volver antes de los parciales. Recogería al niño de la pareja de ancianos que tenían un puestito de remedios amazónicos en el mercado popular y en la tarde nos enrumbaríamos por la serpenteante orilla del Huallaga. Pero, Chikan, enfermó y tuve que retrasar nuestro viaje porque el cambio de clima y el tiempo atmosférico fueran a complicar su salud. Al menos eso creí. Así que esa noche, estando al pendiente de la criatura me sobrevino un cansancio acumulado por las noches enteras en vigilia. De repente estaba sentada en la rivera, ahí, donde solíamos lavar la ropa con los primos y demás familiares antes de la revuelta. Estaba chapoteando los pies como antaño y de pronto se abrió una gigantesca moyuna a distancia, luego se elevó una enorme ola y se fue rio arriba como si fuese un huracán dejando un sonido ensordecedor en el ambiente mientras los bambúes de la orilla parecía romperse con la fuerza sísmica. A veces se comportaba así, irascible y tempestuoso. Cuando desperté estaba todo sudorosa ya que trataba de no dejarme arrastra de la orilla sujetándome a lo que fuera. Mi pequeño también se había mojado al estar durmiendo en mi costado, fue cuando cogió el resfrío, pienso. Esperé a que se recupere y así fue, con unas infusiones y preparados de los ancianos estábamos listos, entonces, salimos al siguiente día. Solo iríamos a pasar las fiestas y volveríamos tan pronto como acabara. Al menos eso creí.
Desde ese momento supe que estaríamos nuevamente volviendo al pasado, pero estaba dispuesta a enfrentarlo, no permitiría por nada del mundo dejarme arrebatar a mi criatura. Sin embargo, debo contar que habían episodios en nuestras vidas tan extrañas que a veces no sé si nos cuidaba o nos quería arrebatar la existencia como a las personas que se me habían acercado. Tuve un novio a los quince años, época en que vivía empleada en todas partes, aquel muchacho que misteriosamente se fue o mejor diré, desapareció cuando jugábamos en el recodo. Después de prometerme amor, decidió probarse infantilmente el valor: a él y a los que allí estábamos, subió a la palmera más alta y se lanzó al rio y jamás volvimos a verlo. Todos lo buscamos durante días, incluso entre las comunidades más al norte con la esperanza de encontrar su cadáver. Pero la noche lo había soñado en la misma forma y circunstancia en la que aquellas aguas tranquilas y calmosas repentinamente abrían sus fauces y luego como una columna de agua se abalanzaba sobre él y lo desaparecía mientras yo pedía auxilio y nadie respondía en aquel remanso. Años más tarde cuando estaba en la otra ciudad, lejos de los traumas de la infancia y la adolescencia; estando ya en la universidad, otro joven apuesto y de buenos sentimientos decidió acercarse con el cortejo habitual de las parejas. ¡Debí alejarme, ahora lo sé! En sueños, la voz, aquella que tenía todos los sonidos y matices del bosque me ordenó tomar distancia porque la suerte sería la misma. No hice caso y el resultado, ya se imaginan. Entonces, con tantas vivencias sobrecogiéndome, la anciana mujer decidió llevarme a Pucallpa, lugar donde había aprendido el oficio de la adivinación y el don de comunicarse con el espíritu del bosque, asegurándome que había sido encantada o algo por el estilo, lo cierto es que a la vuelta de aquella experiencia ancestral el joven, me dijo: me largo, hay algo entre nosotros que jamás nos dejará vivir juntos, aléjate de mí, tú eres una mujer que ningún hombre podrá tener. Mientras se despedía en el mercado central, un camión cargado de plátanos lo arrolló dejándolo inconsciente. Pero antes de desfallecer por completo alcanzó a decirme: “eres el demonio”. Podría decir que estaba aterrada, pero había tantas cosas extrañas ya en mi vida que perdí el temor a la muerte y sus manifestaciones insustanciales.
Finalmente, el viaje lo iniciamos ayer. Atravesamos el túnel interregional, el Huallaga se veía plateado a distancia y el niño descansaba en mis brazos tan tierno y apacible, como si no fuera dueño de un terrible mal. Cuando llegábamos al recodo del Aucayacu promediando la hora sexta de la tarde, cuando el sol en el poniente daba sus últimos rayos y dejaba el cielo como un roja naranja, de súbito despertó dando gritos guturales e incomprensibles, ¡¿A quién llamaba?! ¡¿Qué veía?! Fue un misterio. Luego, permaneció atento a la ventana como si escuchara el llamado de la montaña. De repente un auto se nos atravesó en la autopista y dimos unas vueltas de campana y quedamos todos aterrados y en silencio bajo los negruzcos helechos de la cuneta cubiertos de cristales, de lodo y de sangre. Todo sucedió en un parpadeo. Después de sus gritos incomprensibles, mientras intentaba esconderle los bracitos y su carita para que los curiosos no lo vieran, creí sentir un ligero movimiento telúrico pero nadie más confirmó el evento. Me impacienté. La noche caía. Nos limpiaríamos las heridas y continuaríamos nuestro viaje. Claro que la policía nos llevó de regreso a Aucayacu para curarnos y atendernos. De los ocupantes feliz mente nadie falleció, sin embargo, quienes salimos casi ilesos fuimos mi hijo y yo, un signo de sorpresa les invadió a quienes nos acompañaron el viaje. Los heridos quedaron al cuidado de las enfermeras y yo continúe junto a mi talismán que me acababa de salvar la vida. Tenía que continuar, me reencontraría con los familiares, nos reconciliarnos y empezaríamos una vida distinta.
Un oscuro pájaro nos ha recibido cantando desde lo alto de un pandisho. A lo lejos las bombardas retumban en el poblado. Después de adentrarnos en la choza de tablas que alguien ha conservado todo este tiempo, hemos ido al río como es costumbre. Preferimos ir en la tarde para evitar el fuerte calor amazónico. Ha sido todo una sorpresa, Uchima-Chikan ha demostrado una enorme destreza para nadar a pesar de su corta edad. Yo estaba impresionada, era su primer contacto con el agua de un rio torrentoso como este y sin embargo buceaba como un niño de más edad. Pude notar el rechazo que tenían al principio sus primos y los niños mayores, que al verlo con sus bracitos siempre húmedos y piernitas lívidas y las orejitas puntiagudas y el cuerpito de un viejito escamoso; pensaron en que no podría nadar y se hundiría en el arroyo, pero en cuanto sus piernitas temblorosas tocaron el agua se convirtió en otro ser. Para sorpresa de todos, terminó por nadar mejor que los adultos que pescaban en la rivera más profunda. Estaban sorprendidos y maravillados al verlo, hasta decían que la pesca había aumentado y que este extraño niño era una bendición. El agua había devuelto el manjar de sus entrañas, dejó de temblar la tierra y los vientos ahora eran una suave brisa que acariciaba el rostro. Se avenían nuevos tiempos, de eso estaban seguros.
El niño, cuesta decirlo, desapareció en el anochecer frente a mis ojos, se alejó haciendo piruetas a contra corriente, a su lado iba su verdadero padre, el cuidador de las moyunas, montando en un gigantesco cocodrilo. Esto probablemente lo hubiera soñado, pero la realidad ha superado al sueño y ahora me pregunto, qué será de mí. Anoche vi que mis familiares lloraban alrededor de mi cadáver. Tal vez ya es tiempo de volver a empezar, es luna llena y los seres nocturnos empiezan su vaivén.


Relación de significados.
Uchima: en japonés significa "interior".
Chikan: en quechua significa “único, distinto a todos”.
Wanqara: en quechua significa “tambor”.
Moyuna: término usado por los pobladores amazónicos que significa “remolino”.

miércoles, 21 de agosto de 2019

Umbral



El cielo abandonó su manto púrpura para verse por primera vez claro; entonces, descendí tras la última luna roja. Me había descubierto joven, miré a mi compañera y pensé en el doble juego, en el juego doble de nuestros sexos. Sin embargo ─ella y yo, por su puesto─ nos jugaríamos a todo, embistiendo al son de los tambores y negando el compás de los astros y sus cascabeles, empujando la rueda desdentada hacia el sulfuroso abismo.
Pensaba en el llanto estéril y en el Cristo pegado al seno. Sentí rabia (tal vez aversión). Fui contra él. Mi puño contra él. Vencí. ¡Blasfemé tu nombre! Quería el poder de reinos y estados.
De pronto vi la sarna de Job multiplicando pústulas. Apilándose los huesos encenizados al borde de la chimenea, escupiendo mí nombre hacia el firmamento que entonces tocaban mis manos. (Ella, la negra sombra solo veía la mordaz figura de un viejo gato lamiéndose, gelatinoso). La tomé encolerizado y volvimos al juego ─ella cedió, como siempre─. Entonces, miré atrás (sobre mi hombro) vi la casa, el palacio en cristales a distancia, mi choza, el palafito infernal. Lloré, lloré un llanto viscoso (dejé de embestir).
¡Soy acaso el vil verdugo de la muerte… Señor!, ¡me has enviado solo contra la ella! Grité.
Al instante me brotaron nuevas y grandes plumas tornasol mientras danzaba sobre el cuerpo estático de la víctima. Ella yacía sangrante. Los celestes espíritus temblorosos lloraban al hermano que se va… y nació un nuevo día para el hombre.

©Marcos M. Coronado