Tres días

Dos tristes mujeres de hormigante
apariencia avanzan parsimoniosas por el sendero. Nada los detiene, todo lo
comentan: el día, la mañana, la nutricia y moteada tierra, hasta la sombra que
avanza, se detiene y se esconde diminuta bajo los pies. El forraje que cargan
ya marchito les causa mucho pesar. Entonces sudorosas apuran los pies. Es la
mujer de pies descalzos quien anima a su compañera algo más joven, que va
vestida con trapos menos encendidos y avanza despacio, aflojando el hato que
parece apretarle el pecho.
Ahora el viento de la pampa se ha
llevado las palabras. Una tras otra jadeantes avanzan inventándose un diálogo,
o tal vez, inventándose un monólogo que se comunican con solo bocanadas de aire
caliente que emana de su ser. De pronto la mujer que va cortando el sendero con
la frente surcada y sudorosa, detiene el paso. Soberana, mira la planicie.
─El abrevadero ─musita cavernosa.
─¡Sí, el puquio, en la hoyada!─.
Contesta la joven que se alinea, imitando a su compañera que sopla en varias
direcciones las nubes a manera de ritual.
─¡Apúrate, Martina! ─le grita la mujer
desde unos metros más abajo. Martina seguía expulsando una nube gris que
aparecía en el horizonte incólume.
Habiendo descendido en la ensenada, la
menor, arroja el forraje y extasiada se acerca al abrevadero, y para
refrescarse entera, imitando el salto de los batracios; se lanzó hacia el centro
de la laguna salpicándole al rostro de la anciana que llenaba su recipiente en
la orilla. Ríen. El líquido traquetea en la garganta de la mujer ceremoniosa…
En la orilla, Martina, se quita las
prendas y las coloca sobre pequeños arbustos. A distancia, la túnica trasluce
la piel cobriza de la mujer que debajo se esconde; las caderas macizas y la
angosta cintura que enamorarían a cualquiera, soportadas sobre sus fuertes
piernas, que podían ir y venir desde el Alklopuy hasta el arrabal al cual se
dirigen (ubicada a pocas leguas del puquio). Arrastra los hatos de hierba hacia
la sombra y sentada junto a la mujer vieja, sin decir palabra alguna se quebró
y se dejó caer como un pichón implume desde lo alto. Felizmente, allí estaba el
regazo de la mujer para amortiguarla y reconfortarla, volverás a volar palomita, le dirá más tarde, cuando reanuden el
camino.
En la sombra, la mujer vieja desataba
la vianda, el manjar curiosamente se había agriado, musitó algo. Aborreció entonces
a la naturaleza por haberla dotado de premoniciones. Había mirado la silueta de
la niña ─porque aún era niña─. Desde que emprendieron el camino de regreso, en
la madrugada, había empezado el duelo, ahora el corazón le oprimía el pecho
viendo a la Martina maculada en la blancura de sus trapos.
En el regazo, perdida, escrutaba la
negra nube que los seguía y ya casi se posaba sobre sus cabezas, y a punto de
iniciar un torrente de lágrimas en desgracia.
─¿Por qué tanta injusticia? ─dijo,
mirando el rostro de Dios que representaba la faz sombría de la anciana.
─No es injusticia… solo son malas
acciones ─respondió, quien sabes si pensando sus palabras. Pronto volvió del
espasmo y del espanto─…y las malas acciones ¡deben corregirse! Exclamó, ya
resuelta.
La vieja mujer alzó las manos y
escupiendo en todas direcciones, empezó una danza simbólica y mítica alrededor
de la joven. Después de un momento, transfigurada, mirando siempre a la enorme nube gris (que
quien sabe, si solo ella veía), sentenció:
─Ya está. No hay por qué preocuparse.
Tu niño crecerá. Tendrá un padre y volverás a volar palomita, aquí en el campo,
nuevamente libre…
─¡No! ─dijo─ y mi abusador, qué has
hecho con él─. Volvió a quebrarse.
─¡Tres días! ¡Le quedan, tres
miserables días!, el tiempo suficiente para que alguien se apiade de sus huesos…
Se ataron nuevamente el forraje a la
espalda y prosiguieron a prisa. La nube empezaba a rozarles los cabellos con
ese halo misterioso que tiene de posarse sobre las cumbres. Entre la bruma,
incapaz de permitir un paso sin desbarrancarse, las siluetas grises se
alejaban.
─¡Apúrate! ─se escuchó la voz apenas
audible de la anciana─, maldición grande se avecina…
La niebla, borró por completo el
sendero, donde el silencio mismo parecía dormido en el propio rumor de la nada.
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