viernes, 12 de junio de 2020

¿Qué misterios esconde la lluvia?

¿Qué misterios esconde la lluvia?
El Espejo Gótico: «El planeta de los muertos»: Clark Ashton Smith ...

Llueve en todo el Alklopuy. Una lluvia íntima que da forma al halo misterioso de sus aguas misteriosas purificando la meseta. Es una lluvia gris hacia dentro y hacia fuera empujada por el soplido imperceptible del viento. Los hombres adultos se recogen a sus casas, mientras los críos jubilosos hacen cabriolas saltando sobre el agua empozada en los rastros que van y vienen, en el lodazal infinito del camino real mejor dicho del camino imperial; porque dicen que por allí anduvo el correo del inca, así como, el ejército imperial a conquistar las latitudes del mundo hasta la venida de los otros, los que apresaron a los naturales y los llevaron a las minas arreados por demoníacas bestias que con sus fauces podían destrozar y devorarse la comunidad entera con la rapidez de un parpadeo.
Los riachuelos empiezan a descender de la parte alta lavando los adoquines del pedernal. Pasados los minutos las lajas brillan de cara al sol con un suave dentello que recuerdan los mejores días en el reino del sol. A distancia entre la vegetación opaca de la muralla natural de enfrente, diminutas las calaminas parecen espejuelos recibiendo rutilantes los fragmentos del sol. Al mismo tiempo del ramaje casi extinto aparece las aves multicolores con sus sinfonías y su vuelo danzante siguiendo quizás el rito de la migración. Arriba, la niña azul del poeta, se va quitando una vieja peluca de marquesa afincada en un paraje irreal.
Majestuoso. Sorprende tanto haber existido en estas tierras, de calidez infinita, de abrazo tropical, de clima ameno y misterioso. Porque en este punto del globo todo corre, camina o vuela en el rumor del misterio, tal vez por las fabulosas generaciones que cuelgan de la lengua pastosa de los ancianos que se extinguen como una raza aberrante en el gris de las avenidas suplicando una lluvia fresca para sus huesos y dormir el sueño negro del peñasco. Pone el ojo blanco y redondo, las espadas de caballeros andaluces rajando el vientre de las indígenas tras su paso hacia el Dorado en tiempos que abriga la memoria. El oído se vuelve más agudo al escuchar los labios desdentados del anciano insigne cuando simula el dolor de los guerreros muertos y heridos en batalla. El ay de los dolientes corriendo tras la guardia que lleva al insurrecto a la pira del sacrificio, y desde lo alto el verdugo libera el cráneo que rueda por la pirámide de una plaza añeja y roja de victorias, ante el júbilo de la gente; mientras los ojos vivos de una cabeza muerta miran al infinito, me miran, con una mirada de siglos que llaman a la vida suplicantes. Son siglos los que corren desmadejados y dando tumbos por el sufrimiento de un pueblo que vive ocupado en plantar una idea distinta y foránea, luego la riega con llanto y sudores para cosechar repentinamente una fruta tan ácida que es imposible de asimilarla. Estos hombres son el quipucamayoc que administran el tiempo y las historias de los pueblos, el amauta de la ciencia primigenia, de consejos sabios de una realeza extinta.
Hace poco encontré unos cuantos venidos de diferentes partes pidiendo dinero en la puerta del hospedaje. Mi pobreza era tal que no alcanzó para todos y después de esto me sentí con una culpa que podría llevarme al suicidio, soy tal vez del tipo de personas que padecen ese síndrome de la emoción social, pensé, y subí a mi habitación cargándome su dolor y hambre juntos. Estaba dispuesto a quedarme allí y no descender jamás, doliéndome en silencio y lacerándome por mis antepasados. Deseaba cortarme la mano y dárselos, abrirles el alacena y verlos devorar la reserva de media semana, quitarme los jersey y arrojarlos por la ventana y quedarme con mi desnudez y mi vergüenza; pero esto no resolvería nada así que entré en razón y prefiriendo bajar y enfrentarlos o abrazarlos al mismo tiempo, no lo sé, y deseando en silencio fueran a otra parte con sus mágicas historias. Pero a dónde irían si su gloria se había estancado en  el pórtico de una  noche oscura en el pasado.
La ciudad ha sido especial, hospitalaria con cuánta gente ha atravesado sus callejuelas estrechas, donde no son los mendigos los que preocupan sino los jueces, abogados y banqueros que recortan la vida mientras se descansa después de una larga jornada. Ella, aunque con el corazón gris y llena de smog cuida de los vivos y de los muertos, cuando puede, prolonga la vida más allá de las fuerzas y la muerte solo es un sueño; pero su dádiva también es con los muertos porque los unta con especias del alma y canta sus victorias, coloca sus nombres ilustres a cada callejuela y avenida. Así que estar vivo o estar muerto da lo mismo porque todo está en armonía bajo estos cielos, me dije. En realidad me contradecía. Aun si fuera limpia y ordenada, sus habitantes eran corruptos y había que hacer algo con estos o dejarse morir simplemente. Me sobrevino una idea tan macacabra que pronto la deshice. Fue entonces cuando apareció como una fugaz eureka, el suicidio.
La clave, el grial, es una lluvia como esta, donde las niñas celestiales, hacen ver a los hombres que también lloran y sienten. Se duelen del dolor humano. Entonces nos recuerdan que los hombres y los dioses como antes, como siempresomos uno, desde el primer tiempo donde nací… ¿Y por qué creo que una lluvia puede acabar con esta vida monótona? ¿La distancia entre un dios y un hombre no son exageradamente abismales?, así que al fin había una escapatoria para todos, especialmente para alguien como yo.
A la sazón me he propuesto de alguna forma transfigurarme, desde allí ser el ente vigía de lo que traman los seres; para que la historia no se pierda enmarcada en una simple pintura folklórica de la plaza o en la escena truculenta de un archivador de historias de gafas y portafolio. Hay una broma tonta que me desconcierta, que en una familia nuestra está la pareja, los hijos y un antropólogo pendiente de nuestra miseria nativa y andina. Es cuando los ancianos y su ritual ancestral me convencen del poder de mi espíritu escondido y debilitado en una forma sencilla y frágil. Con el tiempo me olvido de lo que en verdad me trajo aquí y es como una fugaz mentira que se revela y se lleva el pasado dejando un presente más triste y doloroso.
Fue así como desde un ramaje observé tranquilo los pasos insólitos, empozados en el camino imperial a puertas del Alklopuy, la ciudad del encanto y del ensueño. Entonces vi las múltiples manitas viajeras en el zapateo rumoroso de las aguas acanaladas siguiendo presurosas su destino o siguiendo el capricho circunstancial de los hombres, pero siempre con el derrotero esencial de su existencia: el movimiento perpetuo. Abajo en la planicieel agua arcillosa se confunde con la sustancia de la tierra siempre nueva y lista para fecundar la vida. Una costra claroscura se levanta sobre la ciudad y con su imponente volumen va cubriendo sigilosa desde las afueras. Nace del propio seno de los farallones y se eleva cubriendo las casuchas de los alrededores.
El poblado entero ha cerrado sus puertas. Los balcones y ventanas que se olvidaron abiertos dejan colarse el olor de la vianda (el plato aderezado y el mantel pulcro esperando la sobra de las manos). Al fondo, en algún cobertizo, la música folklórica suena ronca, pronto el giro de una perilla sintoniza una trova y luego una escala moderna de sonidos broncos. Tras la barda el corral de las aves yacen anidado de frío debajo la yema hecho pico pía insistente y desesperada. Adelante, a distancia, la torre imantada de la telefonía tiembla y hecha relámpagos en todas direcciones. A la izquierda, la plaza es un pavorreal mojado y un hormiguero desierto. Doy una vuelta por el rosedal de aquel hombre de las manos ulceradas que debe estar sintiendo el mismo frío abajo en la acera, y veo en otro tiempo como recoge los aperos escurridos…es un hombre fuerte y sabio, demasiado loco para los suyos, demasiado noble para su especie. La pena me consume y yo aquí sin poder acercarme por la barrera impuesta por los siglos.
Otra vez la vuelta a la ciudad en un plano muy superior, opaco, la ciudad es una extraña perla que pierde en brillo, formas y dimensiones. Los seres se han vuelto diminutos, inanimados e inútiles tras la lluvia…van perdiendo ese ánimo de superioridad apenas cae la llovizna en los tejados.
La brisa fresca recuerda lo grandioso de la vida, el aire silbante penetra vital e insustituible. Aguzo la vista hacia la forma lombrizacea del torrentoso río, parece indefenso dejándose manchar indolente los laterales curvos con color terroso tras la bruma, mientras, en su médula esmeralda y centrífuga se van hermanando indiferentes las corrientes y mordiendo las orillas con ferocidad canina. De repente los árboles añosos qué habían soportado los columpios, los nidos y el bullicio de las chilalas, la cagada blanca de las palomas, las navajas de los amantes y las sierras que acabarían con sus ramas; ahora cobijan y guarecen el sufrimiento de los tejedores de sueños en su trance y meditación infinita.
Indescriptiblemente ante mis ojos los árboles despiertan del letargo y empiezan sus movimientos torpes cabeceando siempre en la misma dirección, empujados por una fuerza invisible se levantan las pesadas piernas y se echan a andar, sacudiéndose las plumas amarillas y quizás maldiciendo la otra pierna de los bípedos para huir hacia los andes de cerros escarpados avizorando lo impostergable.
Mi sorpresa fue fantasmal al ver la hilera de árboles, como si fuera el éxodo de la naturaleza hacia las partes altas. En las tantas vidas había presenciado cosas increíbles e inciertas, pero una fila de vegetales grises con su aliento regado entre las escarpadas rocas trepando y cayendo al precipicio era realmente profética y aterradora.
En otro lado el hormigueo humano empieza a retomar el ciclo vicioso, vuelven los primeros pasos. El hombre gordo con delantal grasiento empuja la puerta metálica hacia afuera y sobre una mesa saca las vísceras de un cerdo como si realizara una operación de tórax. La calle Rojas, a las afueras, se tiñe de chompas azules y ensordece en gritos, es la hora del recreo; de repente, una sirena llama a sus aprendices a quitarse la alegría y volver a la monótona escucha del sujeto de corbata que sobresale en frente y tiene mi rostro. El palacio municipal vomita hombres afeitados y elegantes, mujeres de gruesos cuerpos y señoritas de zapatos altos y briosas piernas metidas en un anillo de seda, sus chalecos parecen hinchar el pecho, mientras se alejan caminando sensuales y envidiadas. Aquí todo es igual, pero hay entre las avenidas el rastro de la caravana de los expatriados dejando una estela de sufrimiento y clamor con dirección a los andes, han dejado en las paredes desconchadas sus recuerdos. Es curioso ese ciclo migratorio de ir dejando la vida en girones en un lugar y otro hasta volver al mismo agujero.
Las balsas surcan nuevamente el río, las embarcaciones son mosquitos que molestan al animal yendo de extremo a extremo en todas direcciones, dejando su excremento negro. Pierdo altura. Y veo a los hombres viejos que desnudan sus piernas flácidas para frotarlas por algún sentido, éstas no responden, están adormecidas y se tumban inválidas. Unos infantes en la rivera opuesta juegan tranquilos en la arena húmeda picando las lombrices que salen en cadenas a tomar sol, desde el agujero que dejan tras de sí, en tanto los dedillos inmundos se aprestan a morderlas y separarles en pedacitos rosados.
Nadie se da cuenta que la constrictora ha engañado con astucia a los habitantes creyéndose dormida. Desde aquí, parece que sus fuertes anillos ventrudos se cerraran sobre la ciudad asfixiándola con una manta oscura y líquida, sacándola de raíz como una mala hierba. Los ha engañado ingenuamente…de repente todo estaba anegado, cubierto de una tierra fértil hasta las copas de los árboles. Mí llanto ahogado se derramó alrededor de la gigantesca fosa, el dolor se multiplicaría por generaciones. Yo, estaba allí, incapaz de interceder ante mi propio juicio.
                                                  *****
Cuando desperté todo seguía igual, la lluvia escamparía pronto, a menos eso me enteraría en el noticiero de la mañana siguiente cuando me preparaba para ir al colegio en el que era docente sustituto de las materias menos aprovechas por la apatía juvenil (es que habíamos asimilado tan rápido las formas de vida extranjeras que apenas podíamos mirar en derredor de nuestro propio ombligo). Los hombres del día anterior se habían ido con sus historias y pociones mágicas. Un tanto disimulando pregunté al portero que de hecho no sabía nada de nadie, estaba convencido que tampoco vería nada hasta que sus desconfiadas manos pesarían el valor de la información. Decidí no pagar absolutamente nada, la compañía para la cual trabajaba me enviaría mi liquidación y saldría por fin a la convulsa urbe a fingir estar vivo entre las gentes. Dejaría atrás este vallé inhóspito e irreal donde florecen las malvas silvestres sobre los nichos de un antiguo cementerio.
 El portero y dueño de la pensión me miraba inquisitivo. Procurando esconder la inquietud y seguramente tapando los visos de angustia que empezaba a brotar en mí como sarnas o pústulas, me alejaba rápidamente de su presencia. El viejo tenía una pericia detectivesca que pronto sabría mi estado real, mis alucinaciones, mis ganas de largarme para siempre.
Tampoco volvería a recordar el sueño hasta que pasados unos días, de repente, mientras esperaba la movilidad de regreso, al otro extremo de la ciudad, note que era atravesado por un río casi imperceptible que además pasaba lavando una cara lateral de nuestro colegio, absorbida por los guijarros en una ligera sangría, sin embargo al mirar en dirección opuesta de su corriente, los picos azulados de los cerros a distancia parecían haber escoltado en el pasado una corriente de agua no solamente capaz de llevarse la ciudad, sino todo el valle. Pero esto no terminaría allí sino que mientras más aguzaba la vista noté lo despoblado de árboles que se veía la ciudad con una nube gris sobre los edificios. Debo confesar que nunca me gustaron los edificios porque cuando subía a visitar a los amigos, también docentes de escuelas públicas que por razones conocidas procuraban los pisos más altos, me aferraba a los pasamanos y procuraba cualquier idea para vencer el terror que me causaba ascender y descender sus escaleras, mientras más arriba más cerca llegaba del smog suspendido en una capa espesa. Era entonces cuando extrañaba la vida del campo y en la soledad de la habitación me embargaba continuamente la desesperanza.
En las noches siguientes volvía el mismo sueños, entonces yo era un árbol que se arrastraba desde un parque abandonado y con gran esfuerzo levantaba mis pies sacudiéndome la tierra para no dejar rastros que pudieran seguirme y volverme a plantar en una tierra mucho más dura y entonces no podría desprenderme jamás. Luego avanzaba pesadamente atravesando la media noche entre rascacielos que salían a detenerme. Agitado y dolorido caminaba siempre volviendo al mismo lugar como en un juego perverso. Por un momento sentí agigantarme por sobre el concreto y divisar el extremo del tablero gigante que parecía la ciudad. Con mucho esfuerzo me había liberado del laberinto y sólo tenía ante mí el asfalto en llamas que se mostraba serpenteante alrededor de las montañas y al otro lado el abismo escarpado, que de haber sido humano tal vez podría treparme con ligereza, pero era tan pesado como un ceibo cargado de frutos o como un árbol andinamente festivo que con solo imaginar mi marcha hacia las colinas altas resultaba ominosa.
Este sueño se repitió tantas veces que siempre empezaba mi exilio desde el parqué oscuro y gótico hasta el final del laberinto, avanzando cada noche un tramo escabroso hasta que al fin sería libre y empezaba el ascenso hacia la cima de los cerros estériles.
Por esos días me había descuidado de mis labores académicas y seguramente estaba diseñando en la biblioteca la forma de vencer el laberinto donde había probado con todo las cuerdas posibles que siempre me resultaron insuficientes. En cada compartimento parecía abrirse de repente una tercera entrada que mareaban hasta la desesperación. Recurrí a todo cuanto pude, después de las cuerdas probé con semillas, unas extrañas pepitas bañadas en un polvo rojo intenso que se disponían a mi alcance y yo fácilmente podría reconocerlo dado su origen, pronto noté que se agotarían las semillas en unas cuantas noches. Entonces probaría con las hojas tirando una a una con golpes dolorosos de mis extremidades que se desollaban reproduciéndose en miles los dolores. De pronto todos los compartimentos estuvieron llenos: de hojas y semillas que dudé en un principio que fuera a tener una entrada ese juego sinuoso de edificios y jamás vería los rayos del sol en una mañana fresca. Hasta que una suave corriente de aire iba barriendo las hojas ya amarillas y marchitas y fue cuando logré salir victorioso.
 Allí debió acabar mi tormento, sin embargo una mañana ya no era árbol sino una enorme lombriz que ingresaba presurosa en los agujeros de las tuberías y me deslizaba por las catacumbas de la ciudad, entonces la desesperación aumentó porque todos querías darme muerte y la única seguridad que encontraba era refugiándome cada vez más adentro, hasta llegar al agua cristalina y pura del corazón terrestre. Había decidido entonces abandonar mi forma humana para sentirme libre y seguramente ciega pasaría la vida royendo la tierra como una manzana gigante. Pasado los años los manantiales se agotaron y fue cuando decidí salir hecho una fiera, me abalancé sobre el hombre recordando mi sufrimiento en todas mis formas y resuelta ahogue su existencia.

Tres días


Tres días


Dos tristes mujeres de hormigante apariencia avanzan parsimoniosas por el sendero. Nada los detiene, todo lo comentan: el día, la mañana, la nutricia y moteada tierra, hasta la sombra que avanza, se detiene y se esconde diminuta bajo los pies. El forraje que cargan ya marchito les causa mucho pesar. Entonces sudorosas apuran los pies. Es la mujer de pies descalzos quien anima a su compañera algo más joven, que va vestida con trapos menos encendidos y avanza despacio, aflojando el hato que parece apretarle el pecho.
Ahora el viento de la pampa se ha llevado las palabras. Una tras otra jadeantes avanzan inventándose un diálogo, o tal vez, inventándose un monólogo que se comunican con solo bocanadas de aire caliente que emana de su ser. De pronto la mujer que va cortando el sendero con la frente surcada y sudorosa, detiene el paso. Soberana, mira la planicie.
─El abrevadero ─musita cavernosa.
─¡Sí, el puquio, en la hoyada!─. Contesta la joven que se alinea, imitando a su compañera que sopla en varias direcciones las nubes a manera de ritual.
─¡Apúrate, Martina! ─le grita la mujer desde unos metros más abajo. Martina seguía expulsando una nube gris que aparecía en el horizonte incólume.
Habiendo descendido en la ensenada, la menor, arroja el forraje y extasiada se acerca al abrevadero, y para refrescarse entera, imitando el salto de los batracios; se lanzó hacia el centro de la laguna salpicándole al rostro de la anciana que llenaba su recipiente en la orilla. Ríen. El líquido traquetea en la garganta de la mujer ceremoniosa…
En la orilla, Martina, se quita las prendas y las coloca sobre pequeños arbustos. A distancia, la túnica trasluce la piel cobriza de la mujer que debajo se esconde; las caderas macizas y la angosta cintura que enamorarían a cualquiera, soportadas sobre sus fuertes piernas, que podían ir y venir desde el Alklopuy hasta el arrabal al cual se dirigen (ubicada a pocas leguas del puquio). Arrastra los hatos de hierba hacia la sombra y sentada junto a la mujer vieja, sin decir palabra alguna se quebró y se dejó caer como un pichón implume desde lo alto. Felizmente, allí estaba el regazo de la mujer para amortiguarla y reconfortarla, volverás a volar palomita, le dirá más tarde, cuando reanuden el camino.
En la sombra, la mujer vieja desataba la vianda, el manjar curiosamente se había agriado, musitó algo. Aborreció entonces a la naturaleza por haberla dotado de premoniciones. Había mirado la silueta de la niña ─porque aún era niña─. Desde que emprendieron el camino de regreso, en la madrugada, había empezado el duelo, ahora el corazón le oprimía el pecho viendo a la Martina maculada en la blancura de sus trapos.
En el regazo, perdida, escrutaba la negra nube que los seguía y ya casi se posaba sobre sus cabezas, y a punto de iniciar un torrente de lágrimas en desgracia.
─¿Por qué tanta injusticia? ─dijo, mirando el rostro de Dios que representaba la faz sombría de la anciana.
─No es injusticia… solo son malas acciones ─respondió, quien sabes si pensando sus palabras. Pronto volvió del espasmo y del espanto─…y las malas acciones ¡deben corregirse! Exclamó, ya resuelta.
La vieja mujer alzó las manos y escupiendo en todas direcciones, empezó una danza simbólica y mítica alrededor de la joven. Después de un momento, transfigurada,  mirando siempre a la enorme nube gris (que quien sabe, si solo ella veía), sentenció:
─Ya está. No hay por qué preocuparse. Tu niño crecerá. Tendrá un padre y volverás a volar palomita, aquí en el campo, nuevamente libre…
─¡No! ─dijo─ y mi abusador, qué has hecho con él─. Volvió a quebrarse.
─¡Tres días! ¡Le quedan, tres miserables días!, el tiempo suficiente para que alguien se apiade de sus huesos…
Se ataron nuevamente el forraje a la espalda y prosiguieron a prisa. La nube empezaba a rozarles los cabellos con ese halo misterioso que tiene de posarse sobre las cumbres. Entre la bruma, incapaz de permitir un paso sin desbarrancarse, las siluetas grises se alejaban.
─¡Apúrate! ─se escuchó la voz apenas audible de la anciana─, maldición grande se avecina…
La niebla, borró por completo el sendero, donde el silencio mismo parecía dormido en el propio rumor de la nada.