miércoles, 30 de octubre de 2019

El llamado de Uchima-Chikan


El llamado de Uchima-Chikan
(relato)
No sé si respiraba, lo cierto es que la sangre se me heló de repente. Y permanecí ahí como una estatua bajo la luna. Han pasado algunas horas y es cuando me pongo a rememorarlo para evitar el olvido, porque la memoria sometida a los excesos a veces se vuelve frágil y vulnerable como los bambúes agitados de la orilla. Pero estoy segura que los veía alejarse a contra corriente. Los veía perderse en la distancia.
Era fiesta de San Juan, la fiesta que nos hace volver a la tierra que nos vio nacer, y celebrar el deceso del mensajero del cristo y comerse la cabeza del profeta al ritmo del wanqara cual seres primitivos y errantes. Eso pienso. Crecí al margen izquierdo del Huallaga, ahí donde sendero mató a mis padres y los cuerpos aún cálidos y humeantes los arrojaron en una moyuna a pocos metros del majestuoso puente─. Esta, se los tragó para siempre en su larga tráquea de serpiente. Cada noche imploraba a orillas de las aguas, los devolviera, hecho que jamás sucedió. También aquellos han desaparecido. Nos dejaron una huella imborrable. Ahora, soy estudiante de la facultad de letras en la universidad de los Caballeros de León, fui becada por esa extraña ironía del destino. Digo extraña porque si no fuera por los convulsos noventas y dos mil, no hubiera tenido la oportunidad de llegar siquiera a terminar la educación básica. Un día, un becario apareció en el recodo del río seguido por otros hombres uniformados y luego me arrancaron y trasplantaron entre libros y más libros. Estoy agradecida por ello, sin embargo, los eventos inexplicablemente sucedidos, no hubieran tenido lugar jamás de no haberme alejado.
Los sueños y las pesadillas me han acompañado toda la vida. Y a medida que iba creciendo, por las noches se iban presentando situaciones más desafiantes; como si en los días fuera una persona de lo más normal y tranquila y por las noches, en los sueños, emergía otra historia paralela en la que era habitual sortear los peligros de quedarse atrapada para siempre. Era prisionera de aterradores espasmos catatónicos pero debía seguir respirando y esperar el lento amanecer y con los primeros rayos de luz levantarme jadeante y húmeda. Y otra vez la noche siguiente volver a la zona habitual de lo onírico donde cobraba vida lo insondable. Donde la naturaleza en su conjunto cobraba vida reclamando algo que entonces desconocía. ¿Qué quería de mí, una muchacha que apenas empezaba a ser mujer? Tiempo después lo comprendería.
Esta es otra de las tantas noches que he permanecido en vela. Antes de ayer tuve un sueño menos extraño que los que acostumbro y por eso me sobresalté. ¿Sería un adagio? Pues no podría saberlo. Lo cierto es que en la oscuridad busqué a mi hijo, mi mano somnolienta y ciega recorría bajo la sábana, de repente logré tocarlo por la espalda y una piel fría salió a mi encuentro, despertó de un sobresalto; él, ya estaba resfriado, lo arropé cuanto pude para evitar alguna complicación de los bronquios. (Se había vuelto muy enfermizo). Debo decir que he vivido sola con él, protegiéndolo como es menester de cualquier madre. Sobre todo porque un hijo es un regalo muy especial. Su padre, un machaco universitario apenas convivió conmigo unos meses y antes de que fuera a dar a luz desapareció sin dejar rastro, de ahí han trascurrido tres años, los mismos que he tenido que vivir con la caridad de las gentes. Omitiré algunas cosas. Él se fue y eso nadie puede cambiarlo. He tratado de sobrevivir haciendo los mandados en las casas y familias de la ciudad, como dije, de los Caballeros de León de Huánuco. Mi hijo crecía y empezaba a imitar los gemidos humanos, tratando ya de hacerse de sus primeras palabras. No necesité de su padre, o tal vez sí, pero no estuvo ahí cuando los dolores me asediaban como si fuera a traer al mundo una criatura gigantesca y de otra dimensión y tiempo. Todos nos sorprendimos, era un bebé recio, al que llamaron Uchima porque ni bien nació intentó levantarse y arrastrase en las mantas, aun siendo un bebé nacido antes de tiempo. Pero la partera, esposa del viejo japonés que no salía de su asombro, prefirió llamarlo Chikan, no pude oponerme ya que les debía prácticamente la vida de ambos, ellos, eran unos ancianos de las afueras de la ciudad quienes me acogieron desde el principio y por tanto podían llamarlo como quisieran.
Pero estaba en lo de la otra noche. Habíamos de volver antes de los parciales. Recogería al niño de la pareja de ancianos que tenían un puestito de remedios amazónicos en el mercado popular y en la tarde nos enrumbaríamos por la serpenteante orilla del Huallaga. Pero, Chikan, enfermó y tuve que retrasar nuestro viaje porque el cambio de clima y el tiempo atmosférico fueran a complicar su salud. Al menos eso creí. Así que esa noche, estando al pendiente de la criatura me sobrevino un cansancio acumulado por las noches enteras en vigilia. De repente estaba sentada en la rivera, ahí, donde solíamos lavar la ropa con los primos y demás familiares antes de la revuelta. Estaba chapoteando los pies como antaño y de pronto se abrió una gigantesca moyuna a distancia, luego se elevó una enorme ola y se fue rio arriba como si fuese un huracán dejando un sonido ensordecedor en el ambiente mientras los bambúes de la orilla parecía romperse con la fuerza sísmica. A veces se comportaba así, irascible y tempestuoso. Cuando desperté estaba todo sudorosa ya que trataba de no dejarme arrastra de la orilla sujetándome a lo que fuera. Mi pequeño también se había mojado al estar durmiendo en mi costado, fue cuando cogió el resfrío, pienso. Esperé a que se recupere y así fue, con unas infusiones y preparados de los ancianos estábamos listos, entonces, salimos al siguiente día. Solo iríamos a pasar las fiestas y volveríamos tan pronto como acabara. Al menos eso creí.
Desde ese momento supe que estaríamos nuevamente volviendo al pasado, pero estaba dispuesta a enfrentarlo, no permitiría por nada del mundo dejarme arrebatar a mi criatura. Sin embargo, debo contar que habían episodios en nuestras vidas tan extrañas que a veces no sé si nos cuidaba o nos quería arrebatar la existencia como a las personas que se me habían acercado. Tuve un novio a los quince años, época en que vivía empleada en todas partes, aquel muchacho que misteriosamente se fue o mejor diré, desapareció cuando jugábamos en el recodo. Después de prometerme amor, decidió probarse infantilmente el valor: a él y a los que allí estábamos, subió a la palmera más alta y se lanzó al rio y jamás volvimos a verlo. Todos lo buscamos durante días, incluso entre las comunidades más al norte con la esperanza de encontrar su cadáver. Pero la noche lo había soñado en la misma forma y circunstancia en la que aquellas aguas tranquilas y calmosas repentinamente abrían sus fauces y luego como una columna de agua se abalanzaba sobre él y lo desaparecía mientras yo pedía auxilio y nadie respondía en aquel remanso. Años más tarde cuando estaba en la otra ciudad, lejos de los traumas de la infancia y la adolescencia; estando ya en la universidad, otro joven apuesto y de buenos sentimientos decidió acercarse con el cortejo habitual de las parejas. ¡Debí alejarme, ahora lo sé! En sueños, la voz, aquella que tenía todos los sonidos y matices del bosque me ordenó tomar distancia porque la suerte sería la misma. No hice caso y el resultado, ya se imaginan. Entonces, con tantas vivencias sobrecogiéndome, la anciana mujer decidió llevarme a Pucallpa, lugar donde había aprendido el oficio de la adivinación y el don de comunicarse con el espíritu del bosque, asegurándome que había sido encantada o algo por el estilo, lo cierto es que a la vuelta de aquella experiencia ancestral el joven, me dijo: me largo, hay algo entre nosotros que jamás nos dejará vivir juntos, aléjate de mí, tú eres una mujer que ningún hombre podrá tener. Mientras se despedía en el mercado central, un camión cargado de plátanos lo arrolló dejándolo inconsciente. Pero antes de desfallecer por completo alcanzó a decirme: “eres el demonio”. Podría decir que estaba aterrada, pero había tantas cosas extrañas ya en mi vida que perdí el temor a la muerte y sus manifestaciones insustanciales.
Finalmente, el viaje lo iniciamos ayer. Atravesamos el túnel interregional, el Huallaga se veía plateado a distancia y el niño descansaba en mis brazos tan tierno y apacible, como si no fuera dueño de un terrible mal. Cuando llegábamos al recodo del Aucayacu promediando la hora sexta de la tarde, cuando el sol en el poniente daba sus últimos rayos y dejaba el cielo como un roja naranja, de súbito despertó dando gritos guturales e incomprensibles, ¡¿A quién llamaba?! ¡¿Qué veía?! Fue un misterio. Luego, permaneció atento a la ventana como si escuchara el llamado de la montaña. De repente un auto se nos atravesó en la autopista y dimos unas vueltas de campana y quedamos todos aterrados y en silencio bajo los negruzcos helechos de la cuneta cubiertos de cristales, de lodo y de sangre. Todo sucedió en un parpadeo. Después de sus gritos incomprensibles, mientras intentaba esconderle los bracitos y su carita para que los curiosos no lo vieran, creí sentir un ligero movimiento telúrico pero nadie más confirmó el evento. Me impacienté. La noche caía. Nos limpiaríamos las heridas y continuaríamos nuestro viaje. Claro que la policía nos llevó de regreso a Aucayacu para curarnos y atendernos. De los ocupantes feliz mente nadie falleció, sin embargo, quienes salimos casi ilesos fuimos mi hijo y yo, un signo de sorpresa les invadió a quienes nos acompañaron el viaje. Los heridos quedaron al cuidado de las enfermeras y yo continúe junto a mi talismán que me acababa de salvar la vida. Tenía que continuar, me reencontraría con los familiares, nos reconciliarnos y empezaríamos una vida distinta.
Un oscuro pájaro nos ha recibido cantando desde lo alto de un pandisho. A lo lejos las bombardas retumban en el poblado. Después de adentrarnos en la choza de tablas que alguien ha conservado todo este tiempo, hemos ido al río como es costumbre. Preferimos ir en la tarde para evitar el fuerte calor amazónico. Ha sido todo una sorpresa, Uchima-Chikan ha demostrado una enorme destreza para nadar a pesar de su corta edad. Yo estaba impresionada, era su primer contacto con el agua de un rio torrentoso como este y sin embargo buceaba como un niño de más edad. Pude notar el rechazo que tenían al principio sus primos y los niños mayores, que al verlo con sus bracitos siempre húmedos y piernitas lívidas y las orejitas puntiagudas y el cuerpito de un viejito escamoso; pensaron en que no podría nadar y se hundiría en el arroyo, pero en cuanto sus piernitas temblorosas tocaron el agua se convirtió en otro ser. Para sorpresa de todos, terminó por nadar mejor que los adultos que pescaban en la rivera más profunda. Estaban sorprendidos y maravillados al verlo, hasta decían que la pesca había aumentado y que este extraño niño era una bendición. El agua había devuelto el manjar de sus entrañas, dejó de temblar la tierra y los vientos ahora eran una suave brisa que acariciaba el rostro. Se avenían nuevos tiempos, de eso estaban seguros.
El niño, cuesta decirlo, desapareció en el anochecer frente a mis ojos, se alejó haciendo piruetas a contra corriente, a su lado iba su verdadero padre, el cuidador de las moyunas, montando en un gigantesco cocodrilo. Esto probablemente lo hubiera soñado, pero la realidad ha superado al sueño y ahora me pregunto, qué será de mí. Anoche vi que mis familiares lloraban alrededor de mi cadáver. Tal vez ya es tiempo de volver a empezar, es luna llena y los seres nocturnos empiezan su vaivén.


Relación de significados.
Uchima: en japonés significa "interior".
Chikan: en quechua significa “único, distinto a todos”.
Wanqara: en quechua significa “tambor”.
Moyuna: término usado por los pobladores amazónicos que significa “remolino”.

1 comentario:

  1. Felicitaciones maestro por la publicación, y por recrear las vivencias culturas

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