¿Qué misterios esconde la
lluvia?
Llueve en todo el
Alklopuy. Una lluvia íntima que da forma al halo misterioso de sus aguas
misteriosas purificando la meseta. Es una lluvia gris hacia dentro y hacia
fuera empujada por el soplido imperceptible del viento. Los hombres adultos se
recogen a sus casas, mientras los críos jubilosos hacen cabriolas saltando
sobre el agua empozada en los rastros que van y vienen, en el lodazal infinito
del camino real ―mejor dicho―
del camino imperial; porque dicen que por allí anduvo el correo del inca, así
como, el ejército imperial a conquistar las latitudes del mundo hasta la venida
de los otros, los que apresaron a los naturales y los llevaron a las minas
arreados por demoníacas bestias que con sus fauces podían destrozar y devorarse
la comunidad entera con la rapidez de un parpadeo.
Los riachuelos empiezan a
descender de la parte alta lavando los adoquines del pedernal. Pasados los
minutos las lajas brillan de cara al sol con un suave dentello que recuerdan
los mejores días en el reino del sol. A distancia entre la vegetación opaca de
la muralla natural de enfrente, diminutas las calaminas parecen espejuelos
recibiendo rutilantes los fragmentos del sol. Al mismo tiempo del ramaje casi extinto
aparece las aves multicolores con sus sinfonías y su vuelo danzante siguiendo
quizás el rito de la migración. Arriba, la niña azul del poeta, se va quitando
una vieja peluca de marquesa afincada en un paraje irreal.
Majestuoso. Sorprende
tanto haber existido en estas tierras, de calidez infinita, de abrazo tropical,
de clima ameno y misterioso. Porque en este punto del globo todo corre, camina
o vuela en el rumor del misterio, tal vez por las fabulosas generaciones que
cuelgan de la lengua pastosa de los ancianos que se extinguen como una raza
aberrante en el gris de las avenidas suplicando una lluvia fresca para sus huesos
y dormir el sueño negro del peñasco. Pone el ojo blanco y redondo, las espadas
de caballeros andaluces rajando el vientre de las indígenas tras su paso hacia
el Dorado en tiempos que abriga la memoria. El oído se vuelve más agudo al
escuchar los labios desdentados del anciano insigne cuando simula el dolor de
los guerreros muertos y heridos en batalla. El ay de los dolientes corriendo
tras la guardia que lleva al insurrecto a la pira del sacrificio, y desde lo
alto el verdugo libera el cráneo que rueda por la pirámide de una plaza añeja y
roja de victorias, ante el júbilo de la gente; mientras los ojos vivos de una
cabeza muerta miran al infinito, me miran, con una mirada de siglos que llaman
a la vida suplicantes. Son siglos los que corren desmadejados y dando tumbos
por el sufrimiento de un pueblo que vive ocupado en plantar una idea distinta y
foránea, luego la riega con llanto y sudores para cosechar repentinamente una
fruta tan ácida que es imposible de asimilarla. Estos hombres son el
quipucamayoc que administran el tiempo y las historias de los pueblos, el amauta
de la ciencia primigenia, de consejos sabios de una realeza extinta.
Hace poco encontré unos
cuantos venidos de diferentes partes pidiendo dinero en la puerta del hospedaje.
Mi pobreza era tal que no alcanzó para todos y después de esto me sentí con una
culpa que podría llevarme al suicidio, soy tal vez del tipo de personas que
padecen ese síndrome de la emoción social, pensé, y subí a mi habitación
cargándome su dolor y hambre juntos. Estaba dispuesto a quedarme allí y no
descender jamás, doliéndome en silencio y lacerándome por mis antepasados.
Deseaba cortarme la mano y dárselos, abrirles el alacena y verlos devorar la
reserva de media semana, quitarme los jersey y arrojarlos por la ventana y
quedarme con mi desnudez y mi vergüenza; pero esto no resolvería nada así que
entré en razón y prefiriendo bajar y enfrentarlos o abrazarlos al mismo tiempo,
no lo sé, y deseando en silencio fueran a otra parte con sus mágicas historias.
Pero a dónde irían si su gloria se había estancado en el pórtico de una noche oscura en el pasado.
La
ciudad ha sido especial, hospitalaria con cuánta gente ha atravesado sus callejuelas
estrechas, donde no son los mendigos los que preocupan sino los jueces,
abogados y banqueros que recortan la vida mientras se descansa después de una
larga jornada. Ella, aunque con el corazón gris y llena de smog cuida de los
vivos y de los muertos, cuando puede, prolonga la vida más allá de las fuerzas
y la muerte solo es un sueño; pero su dádiva también es con los muertos porque
los unta con especias del alma y canta sus victorias, coloca sus nombres
ilustres a cada callejuela y avenida. Así que estar vivo o estar muerto da lo
mismo porque todo está en armonía bajo estos cielos,
me dije. En realidad me contradecía. Aun si fuera limpia y ordenada, sus
habitantes eran corruptos y había que hacer algo con estos o dejarse morir
simplemente. Me sobrevino una idea tan macacabra que pronto la deshice. Fue
entonces cuando apareció como una fugaz eureka, el suicidio.
La clave, el grial, es una
lluvia como esta, donde las niñas celestiales, hacen ver a los hombres que
también lloran y sienten. Se duelen del dolor humano. Entonces nos recuerdan
que los hombres y los dioses ―como
antes, como siempre―somos
uno, desde el primer tiempo donde nací… ¿Y por qué creo que una lluvia puede
acabar con esta vida monótona? ¿La distancia entre un dios y un hombre no son
exageradamente abismales?, así que al fin había una escapatoria para todos,
especialmente para alguien como yo.
A la sazón me he propuesto
de alguna forma transfigurarme, desde allí ser el ente vigía de lo que traman
los seres; para que la historia no se pierda enmarcada en una simple pintura folklórica
de la plaza o en la escena truculenta de un archivador de historias de gafas y
portafolio. Hay una broma tonta que me desconcierta, que en una familia nuestra
está la pareja, los hijos y un antropólogo pendiente de nuestra miseria nativa
y andina. Es cuando los ancianos y su ritual ancestral me convencen del poder
de mi espíritu escondido y debilitado en una forma sencilla y frágil. Con el
tiempo me olvido de lo que en verdad me trajo aquí y es como una fugaz mentira
que se revela y se lleva el pasado dejando un presente más triste y doloroso.
Fue así como desde un
ramaje observé tranquilo los pasos insólitos, empozados en el camino imperial a
puertas del Alklopuy, la ciudad del encanto y del ensueño. Entonces vi las
múltiples manitas viajeras en el zapateo rumoroso de las aguas acanaladas
siguiendo presurosas su destino o siguiendo el capricho circunstancial de los
hombres, pero siempre con el derrotero esencial de su existencia: el movimiento
perpetuo. Abajo ―en la planicie―el
agua arcillosa se confunde con la sustancia de la tierra siempre nueva y lista
para fecundar la vida. Una costra claroscura se levanta sobre la ciudad y con
su imponente volumen va cubriendo sigilosa desde las afueras. Nace del propio
seno de los farallones y se eleva cubriendo las casuchas de los alrededores.
El poblado entero ha
cerrado sus puertas. Los balcones y ventanas que se olvidaron abiertos dejan
colarse el olor de la vianda (el plato aderezado y el mantel pulcro esperando
la sobra de las manos). Al fondo, en algún cobertizo, la música
folklórica suena ronca, pronto el giro de una perilla sintoniza una trova y
luego una escala moderna de sonidos broncos. Tras la barda el corral de las
aves yacen anidado de frío ―debajo― la yema hecho pico pía insistente y
desesperada. Adelante, a distancia, la torre imantada de la telefonía tiembla y
hecha relámpagos en todas direcciones. A la izquierda, la plaza es un pavorreal
mojado y un hormiguero desierto. Doy una vuelta por el rosedal de aquel hombre
de las manos ulceradas que debe estar sintiendo el mismo frío abajo en la acera,
y veo en otro tiempo como recoge los aperos escurridos…es un hombre fuerte y
sabio, demasiado loco para los suyos, demasiado noble para su especie. La pena
me consume y yo aquí sin poder acercarme por la barrera impuesta por los siglos.
Otra
vez la vuelta a la ciudad en un plano muy superior, opaco, la ciudad es una
extraña perla que pierde en brillo, formas y dimensiones. Los seres se han
vuelto diminutos, inanimados e inútiles tras la lluvia…van perdiendo ese ánimo
de superioridad apenas cae la llovizna en los tejados.
La
brisa fresca recuerda lo grandioso de la vida, el aire silbante penetra vital e
insustituible. Aguzo la vista hacia la forma lombrizacea del torrentoso río,
parece indefenso dejándose manchar indolente los laterales curvos con color
terroso tras la bruma, mientras, en su médula esmeralda y centrífuga se van
hermanando indiferentes las corrientes y mordiendo las orillas con ferocidad
canina. De repente los árboles añosos qué habían soportado los columpios, los
nidos y el bullicio de las chilalas, la cagada blanca de las palomas, las
navajas de los amantes y las sierras que acabarían con sus ramas; ahora cobijan
y guarecen el sufrimiento de los tejedores de sueños en su trance y meditación
infinita.
Indescriptiblemente
ante mis ojos los árboles despiertan del letargo y empiezan sus movimientos
torpes cabeceando siempre en la misma dirección, empujados por una fuerza
invisible se levantan las pesadas piernas y se echan a andar, sacudiéndose las
plumas amarillas y quizás maldiciendo la otra pierna de los bípedos para huir
hacia los andes de cerros escarpados avizorando lo impostergable.
Mi
sorpresa fue fantasmal al ver la hilera de árboles, como si fuera el éxodo de
la naturaleza hacia las partes altas. En las tantas vidas había presenciado cosas
increíbles e inciertas, pero una fila de vegetales grises con su aliento regado
entre las escarpadas rocas trepando y cayendo al precipicio era realmente profética
y aterradora.
En
otro lado el hormigueo humano empieza a retomar el ciclo vicioso, vuelven los
primeros pasos. El hombre gordo con delantal grasiento empuja la puerta
metálica hacia afuera y sobre una mesa saca las vísceras de un cerdo como si
realizara una operación de tórax. La calle Rojas, a las afueras, se tiñe de
chompas azules y ensordece en gritos, es la hora del recreo; de repente, una
sirena llama a sus aprendices a quitarse la alegría y volver a la monótona
escucha del sujeto de corbata que sobresale en frente y tiene mi rostro. El
palacio municipal vomita hombres afeitados y elegantes, mujeres de gruesos
cuerpos y señoritas de zapatos altos y briosas piernas metidas en un anillo de
seda, sus chalecos parecen hinchar el pecho, mientras se alejan caminando
sensuales y envidiadas. Aquí todo es igual, pero hay entre las avenidas el
rastro de la caravana de los expatriados dejando una estela de sufrimiento y
clamor con dirección a los andes, han dejado en las paredes desconchadas sus
recuerdos. Es curioso ese ciclo migratorio de ir dejando la vida en girones en
un lugar y otro hasta volver al mismo agujero.
Las
balsas surcan nuevamente el río, las embarcaciones son mosquitos que molestan
al animal yendo de extremo a extremo en todas direcciones, dejando su excremento
negro. Pierdo altura. Y veo a los hombres viejos que desnudan sus piernas flácidas
para frotarlas por algún sentido, éstas no responden, están adormecidas y se
tumban inválidas. Unos infantes en la rivera opuesta juegan tranquilos en la
arena húmeda picando las lombrices que salen en cadenas a tomar sol, desde el
agujero que dejan tras de sí, en tanto los dedillos inmundos se aprestan a
morderlas y separarles en pedacitos rosados.
Nadie
se da cuenta que la constrictora ha engañado con astucia a los habitantes
creyéndose dormida. Desde aquí, parece que sus fuertes anillos ventrudos se
cerraran sobre la ciudad asfixiándola con una manta oscura y líquida, sacándola
de raíz como una mala hierba. Los ha engañado ingenuamente…de repente todo
estaba anegado, cubierto de una tierra fértil hasta las copas de los árboles. Mí
llanto ahogado se derramó alrededor de la gigantesca fosa, el dolor se
multiplicaría por generaciones. Yo, estaba allí, incapaz de interceder ante mi
propio juicio.
*****
Cuando
desperté todo seguía igual, la lluvia escamparía pronto, a menos eso me enteraría en
el noticiero de la mañana siguiente cuando me preparaba para ir al colegio en
el que era docente sustituto de las materias menos aprovechas por la apatía juvenil
(es que habíamos asimilado tan rápido las formas de vida extranjeras que apenas
podíamos mirar en derredor de nuestro propio ombligo). Los hombres del día
anterior se habían ido con sus historias y pociones mágicas. Un tanto
disimulando pregunté al portero que de hecho no sabía nada de nadie, estaba
convencido que tampoco vería nada hasta que sus desconfiadas manos pesarían el
valor de la información. Decidí no pagar absolutamente nada, la compañía para
la cual trabajaba me enviaría mi liquidación y saldría por fin a la convulsa
urbe a fingir estar vivo entre las gentes. Dejaría atrás este vallé inhóspito e
irreal donde florecen las malvas silvestres sobre los nichos de un antiguo
cementerio.
El portero y dueño de la pensión me miraba
inquisitivo. Procurando esconder la inquietud y seguramente tapando los visos
de angustia que empezaba a brotar en mí como sarnas o pústulas, me alejaba
rápidamente de su presencia. El viejo tenía una pericia detectivesca que pronto
sabría mi estado real, mis alucinaciones, mis ganas de largarme para siempre.
Tampoco
volvería a recordar el sueño hasta que pasados unos días, de repente, mientras
esperaba la movilidad de regreso, al otro extremo de la ciudad, note que era
atravesado por un río casi imperceptible que además pasaba lavando una cara
lateral de nuestro colegio, absorbida por los guijarros en una ligera sangría,
sin embargo al mirar en dirección opuesta de su corriente, los picos azulados
de los cerros a distancia parecían haber escoltado en el pasado una corriente
de agua no solamente capaz de llevarse la ciudad, sino todo el valle. Pero esto
no terminaría allí sino que mientras más aguzaba la vista noté lo despoblado de
árboles que se veía la ciudad con una nube gris sobre los edificios. Debo
confesar que nunca me gustaron los edificios porque cuando subía a visitar a
los amigos, también docentes de escuelas públicas que por razones conocidas procuraban
los pisos más altos, me aferraba a los pasamanos y procuraba cualquier idea
para vencer el terror que me causaba ascender y descender sus escaleras,
mientras más arriba más cerca llegaba del smog suspendido en una capa espesa. Era
entonces cuando extrañaba la vida del campo y en la soledad de la habitación me
embargaba continuamente la desesperanza.
En
las noches siguientes volvía el mismo sueños, entonces yo era un árbol que se
arrastraba desde un parque abandonado y con gran esfuerzo levantaba mis pies sacudiéndome
la tierra para no dejar rastros que pudieran seguirme y volverme a plantar en
una tierra mucho más dura y entonces no podría desprenderme jamás. Luego avanzaba
pesadamente atravesando la media noche entre rascacielos que salían a
detenerme. Agitado y dolorido caminaba siempre volviendo al mismo lugar como en
un juego perverso. Por un momento sentí agigantarme por sobre el concreto y
divisar el extremo del tablero gigante que parecía la ciudad. Con mucho
esfuerzo me había liberado del laberinto y sólo tenía ante mí el asfalto en
llamas que se mostraba serpenteante alrededor de las montañas y al otro lado el
abismo escarpado, que de haber sido humano tal vez podría treparme con ligereza,
pero era tan pesado como un ceibo cargado de frutos o como un árbol andinamente
festivo que con solo imaginar mi marcha hacia las colinas altas resultaba
ominosa.
Este
sueño se repitió tantas veces que siempre empezaba mi exilio desde el parqué
oscuro y gótico hasta el final del laberinto, avanzando cada noche un tramo
escabroso hasta que al fin sería libre y empezaba el ascenso hacia la cima de
los cerros estériles.
Por
esos días me había descuidado de mis labores académicas y seguramente estaba
diseñando en la biblioteca la forma de vencer el laberinto donde había probado
con todo las cuerdas posibles que siempre me resultaron insuficientes. En cada
compartimento parecía abrirse de repente una tercera entrada que mareaban hasta
la desesperación. Recurrí a todo cuanto pude, después de las cuerdas probé con
semillas, unas extrañas pepitas bañadas en un polvo rojo intenso que se
disponían a mi alcance y yo fácilmente podría reconocerlo dado su origen, pronto
noté que se agotarían las semillas en unas cuantas noches. Entonces probaría
con las hojas tirando una a una con golpes dolorosos de mis extremidades que se
desollaban reproduciéndose en miles los dolores. De pronto todos los
compartimentos estuvieron llenos: de hojas y semillas que dudé en un principio que
fuera a tener una entrada ese juego sinuoso de edificios y jamás vería los
rayos del sol en una mañana fresca. Hasta que una suave corriente de aire iba
barriendo las hojas ya amarillas y marchitas y fue cuando logré salir victorioso.
Allí debió acabar mi tormento, sin embargo una
mañana ya no era árbol sino una enorme lombriz que ingresaba presurosa en los
agujeros de las tuberías y me deslizaba por las catacumbas de la ciudad,
entonces la desesperación aumentó porque todos querías darme muerte y la única
seguridad que encontraba era refugiándome cada vez más adentro, hasta llegar al
agua cristalina y pura del corazón terrestre. Había decidido entonces abandonar
mi forma humana para sentirme libre y seguramente ciega pasaría la vida royendo
la tierra como una manzana gigante. Pasado los años los manantiales se agotaron
y fue cuando decidí salir hecho una fiera, me abalancé sobre el hombre
recordando mi sufrimiento en todas mis formas y resuelta ahogue su existencia.